Crítica de series
'El hijo zurdo' y la madre eterna
El trabajo de la actriz Tamara Casellas sobresale en esta miniserie de Movistar+ creada por Rafael Cobos
El quinto capítulo comienza con interrogantes susurrados: «Me esfuerzo por comprender. ¿Cómo entender que un hijo y una madre se separen? ¿Por qué y cuándo?». Ahí asoma, con la simplicidad de las preguntas eternas, la nuez de El hijo zurdo, el muy estimable debut de Rafael Cobos (coguionista habitual de Alberto Rodríguez) como creador televisivo. En esa voz en off con la que comienzan casi todos los episodios de esta miniserie se apuntan las claves dramáticas de esta historia difícil, áspera, que sabe rastrillar la complejidad sin gritarle al espectador las respuestas. De hecho, uno de los mayores aciertos de esta propuesta original de Movistar+ es el de peregrinar las tonalidades del gris para intentar desentrañar ese «cómo», ese «por qué», ese «cuándo», Zavalita. Sí, por supuesto que la serie tiene una tesis política e, incluso, ideológica: más allá de exhibir las zozobras del multiculturalismo y la violencia en los barrios menos favorecidos y denunciar las semillas neonazis, El hijo zurdo no ahorra pescozones contundentes a la izquierda no-obrera, al folklorismo sevillano o al olvido de la noción de clase social como eje de la acción política.
Sin embargo, no son esas las cuestiones en las que el relato de Cobos apuntala su brillantez. Lo ideológico conforma más bien un paisaje; añade profundidad, pero siempre quedando en segundo plano. Lo primordial es el corazón y sus secretos, la vida y sus lealtades, la filiación y sus aleaciones. Porque el guion lo que enfatiza es cómo una familia se ha hecho añicos y, sobre todo, si es aún posible volver a pegar los trozos. En esa reconstrucción pululan la rabia adolescente, el alcoholismo depresivo, la desmedida ambición profesional, el temor de la maldición genética, la culpa pegajosa, el reproche como esgrima verbal permanente, los sueños varados en una orilla y tantos silencios que fueron transmutando en herida ya imposible de cicatrizar.
Las posibilidades de que un punto de partida tan agónico desemboque en un melodrama de saldo son muchas. Por eso hay que aplaudir la finura de Cobos para insuflar autenticidad en sus criaturas, contradictorias y egoístas unas veces, generosas y sufridas en otras, víctimas y verdugos en porcentajes de geometría variable. Ahí es donde el arco de transformación de los personajes jamás pisa el acelerador y, aunque se atisbe cierta redención, El hijo zurdo no concluye de manera forzada, a martillazos. Al contrario: como si el descanso se impusiera tras un ritmo de thriller emocional, la clausura apuesta por el minimalismo de dos cabezas que se acurrucan mientras sus manos se funden. No son perdices, sino un «mañana seguiremos luchando».
Esa sutilidad también caracteriza a la puesta en escena, que busca ensanchar la historia con detalles que cosan una elipsis (la adicción de la protagonista), elementos de atrezo vitaminados (la escayola, la maleta) o composiciones simbólicas (Lola cargando a su hijo a cuestas, en clara iconología evangélica). Hay alguna ocasión en la que se les va la mano –el insólito avión que nubla las ambiciones de Rodrigo–, pero en general es un relato que sabe sugerir sin apabullar, de modo que los diversos niveles de lectura se complementen. Porque ese suplemento semántico es evidente desde el minuto uno, con una banda sonora (el «Tangasso» de Fullero) que invita al espectador activo a trabajar tanto la letra como la melodía, en ese andalucismo tecno y trapero, de atmósfera oscura, que supera el tópico flamenco dinamitándolo desde dentro.
La música aporta una atmósfera opresiva, doliente, de personajes atrapados entre un pasado que alguna vez fue dichoso (la playa) y un futuro imposible. Esta sensación se acrecienta con el predominio del plano corto, donde los rostros se asfixian en el encuadre. Para aguantar tanto plano cerrado a punto de estallar hace falta un excelente manojo de actores. De ese elenco andaluz sobresale Tamara Casellas, una secundaria esencial tanto para ejercer de frontón dramático de Lola como por el contraste socioeconómico de su personaje, la Maru. Casellas aporta frescura y calle, ironía, incluso. Por su parte, María León también demuestra cuajo en un papel tan atormentado, pero su actuación no alcanza la potencia de Casellas, precisamente porque el perímetro emocional por el que transita la protagonista resulta más limitado, más serio y autoconsciente, sin apenas respiros que le permitan desplegar otros registros.
Como nos recuerda El hijo zurdo desde la sordidez y el dolor –a la postre, también desde el coraje y la esperanza– una madre es capaz de todo por su hijo, puesto que es literalmente carne de su carne, fruto de su vientre. Dos corazones que latieron juntos durante meses mantienen un invisible cordón umbilical de por vida. Por eso escribió Balzac que «el corazón de una madre es un abismo profundo en cuyo fondo siempre encontrarás el perdón». Y el sosiego. Y el consuelo. No juzga, acoge. Porque una madre no es solo el lugar del que venimos; también es un hogar al que siempre, siempre podremos regresar.