Jacobo Bergareche, autor de 'Los días perfectos', un genio de pluma delirante
El escritor triunfa con un libro en el que, inspirado en las cartas de William Faulkner a su amante, traza la curva ascendente del amor y descendiente del tedio
Es un fenómeno en ascenso, un escritor en boca de todos, un pródigo intelectual posmoderno alejado de etiquetas con un titular siempre colgando de los labios. Jacobo Bergareche arrasa. Lo hacen su figura y también su última novela, Los días perfectos (Libros del Asteroide). Aforo completo en el Cooltural Plan que nos permitió desvirtualizar al genio español, autor de uno de los libros del año. Y sí, su delirante ingenio está a la altura de su prosa.
Ya había escrito Playas y Estaciones de Regreso, pero su última obra ha traído a la conversación ese gran tema de la literatura, el amor, pero incluyendo también su reverso, el tedio. Todo empezó en Austin (Texas), en el Harry Ransom Center, un fabuloso archivo literario que es como la biblioteca de Alejandría del siglo XX. Allí, Jacobo Bergareche descubrió las cartas que William Faulkner escribió a su amante, Meta Carpenter, a lo largo de una relación de 30 años. Con ese punto de partida, Jacobo traza la curva del amor, desde la ascendente de pasión y fuego –en la que todo es imaginación y fantasía– pasando por la parte más mecánica hasta llegar al silencio, la indiferencia y luego la construcción del recuerdo y la melancolía.
Están sus escritos salpicados de la delirante huida hacia delante de Kerouac, pero hay en ellos un humor enajenado y frenético. Y es que dice Bergareche que «el humor es la cortesía del que escribe con honestidad sobre lo amargo». Por eso a él le gusta establecer un reflejo, poner «un espejo en el que vernos reflejados», pero suavizarlo con el humor: «Si hurgas en las heridas de la gente debes tener esa cortesía».
Para orientar su vida, quiso seguir el ejemplo del hermano de un amigo de su madre, Alfonso Gortázar. «Un pintor de Bilbao que tenía el pelo largo y 20.000 vinilos en su casa, al que le gustaba Led Zeppelin y hacía lo que le daba la gana. Llegaba a mi casa y no sabía cuándo se iba a ir ni cuándo volvía ni cuándo se iba a acostar... y hacía unos cuadros rarísimos. Yo pensaba que tenía el superpoder de hacer lo que le daba la gana y quería ser él», confiesa Bergareche a la vez que descubre que puede haber llegado ahí, extravagancias y locuras incluidas.
En su momento para convencer a su mujer de que se mudaran a vivir a Austin, la llevó al Harry Ransom Center, donde vieron el manuscrito de El principio, de El hombre que fue jueves de Chesterton, cartas de Jean Cocteau, la copia original de Las flores del mal de Baudelaire... «Son cosas increíbles que tener en tus manos para cualquiera a quien le guste la literatura». Y allí se fueron, porque a pesar de la historia en curva descendente que traza en su novela, a él el amor le funciona, siempre y cuando negocie «el tedio» (uno de sus grandes temas) y acepte la cuota que le corresponde. En su opinión, «tras una infidelidad no es tanto el deseo sexual lo que hay, sino el deseo de asomarse a una vida que pudo haber sido. Como decir: 'Lo que soy ahora es lo que voy a ser ya para siempre', y sentir vértigo. Llega un momento en que uno se ha definido y muchas puertas se han cerrado. Eso puede ser aterrador».
Aunque Bergareche se define «voluble como un día cantábrico», a veces tiene «un día logrado»: «Es un día en el que todo encaja y tiene sentido y tienes una especie de epifanía sobre la plenitud de tu existencia. Una plenitud que no tiene que ver tanto con la felicidad sino con darte cuenta de que todo vale la pena». De hecho, su mujer no ha leído Los días perfectos porque en su vida en pareja no entra su vida como creativos. «Se leyó hasta la anécdota del humidificador [no hay spoilers en este artículo], que nos generó una discusión... Con el anterior libro me dejó de hablar 15 días. La decisión es que estamos divorciados como artistas».