Camilo José Cela y la antorcha de la tradición
Según el propio escritor, la literatura es una cultura que se hereda o, quizá mejor, es una carrera de antorchas que no cesa jamás. Todos los que somos, venimos de todos los que se fueron y de nada vale querer quemar etapas ni intentar borrar la evidencia
Si hay un material con el que se crea un escritor ese es la lectura. Y en ella se va fraguando el oficio junto al fuego compartido de la vida. Para Camilo José Cela es determinante ese voraz encuentro con los libros; encuentro que le conforma, poco a poco, como el autor inmenso que llegó a ser, y cuyo origen reconoce él mismo en una tradición. Pero ¿ cuál fue esa tradición literaria?
Testigo de una tradición
Según él mismo reconoce, el primerísimo de ellos es Ortega y después, los setenta tomos de la colección de Ribadenyera, donde le esperan todos los clásicos: «Pasé directamente a Ortega y Ribadeneyra, y más tarde empecé con Galdós, Baroja, Juan Valera, Emilia Pardo Bazán…y Wenceslao Fernández Flórez. Dickens, Stevenson, Dostoievski, los franceses…»
Declaración esta que se repite cada vez que le preguntan por sus querencias lectoras:
«Sin discusión Dostoievski. Creo que es el padre de la novela contemporánea. ¿Y las madres? Varias: Balzac, Dickens, Stendhal…Baroja es extraordinario; los autores medievales, el siglo de oro español, el 98, Ortega…»
En el discurso de Estocolmo, el 8 de diciembre de 1989, El elogio de la fábula, tampoco olvida esa herencia que él recibe, y cuyo talento literario lleva hasta el mismo borde de la memoria:
«Mi viejo amigo y maestro Pío Baroja, que se quedó sin el premio Nobel porque la candelita del acierto no siempre alumbra la cabeza del justo, tenía un reloj de pared en cuya esfera lucían unas palabras aleccionadoras, un lema estremecedor, que señalaba el paso de las horas: todas hieren, la última mata».
Desde el trono inalcanzable del Nobel, Cela no olvidará a su maestro. De hecho, ya en 1948, hay testimonio escrito de la petición del premio más importante de las letras para Baroja, como en la revista Arriba:
«Hace ya dos años, en una conferencia que dimos en San Sebastián, pedimos para nuestro Pío Baroja el premio Nobel de Literatura. Quizá nadie en el mundo con mayores merecimientos que él. Nuestra voz fue oída por la media docena de amigos de siempre. ¡Qué le vamos a hacer! Hoy, y antes de que sea más tarde volvemos a pedir lo mismo. A veces también tiene cierto encanto predicar en el vacío».
Al mismo tiempo y, como decíamos, se evidencia la deuda que nuestro último Premio Nobel contrae con Dostoievski en la figura de Pascual Duarte como figura en la que se refleja un Raskolnikov tremendista y valleinclanescamente español, cuando el autor no se amilana ante la propia creación de un personaje grotesco, violento e instintivo.
Esta influencia del escritor ruso, seguramente vino a través, también, de sus maestros Baroja, Ortega y Machado: aficionados a las novelas del ruso, cuyas ediciones en las editoriales Calpe, Aguilar o Cénit habían mejorado la traducción al español.
Al mismo tiempo, Freud y Gide han estudiado las entrañas de los personajes de Dostoievski, hecho que hizo que el joven Cela tuviera un acceso de primera mano a las pasiones del autor de Crimen y Castigo.
«Haciendo una comparación un tanto ramplona a la que era aficionado un amigo, diríamos que esta máquina poderosa que es la obra dostoievskiana, que nos asombra por su agilidad y su temple es como un automóvil que para mi contrincante tiene, naturalmente, un motor, pero que lo más trascendental en él es la carrocería; en cambio, a mí me parece lo contrario; para mí la obra del ruso tiene seguramente su carrocería, pero lo esencial en ella es su motor».
El fuego compartido de una tradición
De esta pasión por ciertos autores y del fuego literario que llevan en su interior, nace un escritor como Cela; liberado de etiquetas de géneros y subgéneros literarios y preocupado únicamente por la naturaleza del relato, la naturaleza del hombre y la del mundo, reconociendo la existencia de autores y obras perennes y universales que relatan magistralmente el latido insoslayable de la vida, y cuyo fundamento es la memoria de las voces del pasado, que le preceden, como él mismo reconoce al recordar a Baroja y, con él, a todos sus maestros:
«A mí me llena de tranquilidad de conciencia el recordar a mi viejo maestro y amigo todos los años diciéndolo por escrito o medio callándolo en la viva voz. Pero no olvidándolo jamás. La literatura es una cultura que se hereda o, quizá mejor, es una carrera de antorchas que no cesa jamás. Todos los que somos, venimos de todos los que se fueron y de nada vale querer quemar etapas ni intentar borrar la evidencia».