Manuel Vicent: «Aunque exista la corrección política, seguimos funcionando con tópicos»
El escritor defiende en Retrato de una mujer moderna la figura de Conchita Piquer, un mito que definió toda una época de la historia de España: «No es una folclórica, sino una profesional del espectáculo»
Dos años después de retratar la legendaria vida de Ava Gardner (Ava en la noche), Manuel Vicent (Villavieja, Castellón, 1936) vuelve a la novela para recrear la vida de Concha Piquer desde el momento en el que emprende, casi sin querer, su triunfal aventura americana.
Certero y alegórico en el uso de la palabra, el escritor aborda en Retrato de una mujer moderna (Alfaguara) la historia nada ficticia de la cantante y actriz, y recuerda lo mejor y lo más triste de la memoria sentimental del niño de posguerra que fue. Criado a golpe de canciones de amor, sueños y desengaño, la vida entera cabía en una canción de la Piquer para Manuel Vicent, que no ha encontrado más que en la vida real personajes tan ricos y complejos como para llevarlos a su ficción.
–¿Cómo empezó su interés por la figura de Conchita Piquer?
–Se me ocurrió escoger un personaje que me facilitara el trabajo, siendo ese personaje ya una novela propiamente en sí misma. Si ves la vida de esta mujer, sabes que no tienes por qué inventar nada, porque todo lo que se cuenta es cierto. Quizá no son ciertas las formas, pero el trabajo fundamental de inventarse pasiones y tragedias, glorias y placeres, me venía hecho gracias a la Piquer. Yo sólo tenía que introducirla en una atmósfera en la que el lector pueda respirar. Y ese es un trabajo en el que yo me siento muy cómodo.
–Aquella atmósfera parece fácilmente recreable, porque no sucedió hace tanto. ¿De qué fuentes ha bebido para traerla al presente?
–La mejor fuente fue ella misma: yo la conocí. Ese es el fondo de la novela. A menudo he realizado daguerrotipos, perfiles de personajes, y con algunos era facilísimo viendo su vida. Explicar un tiempo es fletar un espacio: escribes sobre una verdad del tiempo y del espacio de un país. Y eso para mí es muy cómodo, porque me siento a gusto haciendo eso, como cuando escribí sobre el Duque de Alba: él ya era un personaje de ficción. ¿Qué más puedo añadir yo a un personaje como el de Concha Piquer? Recreo un paisaje, un tiempo y unos personajes que son reales, pero los someto a un desenfoque que los convierte en ficción, en novela.
–A la vez, su papel como cronista de esta época imagino que le sería de ayuda...
–En mi vida me he ido nutriendo de lo que veía, aprendía y de lo que otros hacían y escribían. Porque una época, un tiempo o una atmósfera de un tiempo es un acopio de cosas y de sensaciones de otros. En este libro hay un capítulo que es muy del presente, que es cuando varios amigos nos citamos para dale un premio: todos ellos son personajes reales. Pero cuando pasa el tiempo, que lo distorsiona todo, todo se llena un poco de ficción.
–Pérez-Reverte me decía que a él le molesta mucho cuando acaba una novela y tiene que estudiar y consultar si lo que ha leído es verdad o es mentira. ¿Nos pasa eso con su libro?
–En la novela, más que verdad, lo que hay es verosimilitud, porque en la discusión intervienen el lector o la lectora. El lector es el que lo hace creíble. Ese es el reto del autor: que el lector diga me lo creo, lo compro. El capítulo de Blasco Ibáñez en un club clandestino de Nueva York... ¿te lo crees? Eso depende de ti. Lo importante es: ¿es posible?
–¿Cómo es posible que esta niña nacida en la huerta, que hablaba el valenciano de la huerta, llegara a Nueva York con esa picardía y esa actitud descocada?
–La novela es precisamente hacerse esa pregunta. ¿Cómo puede ser que una niña valenciana de la huerta, a principios del siglo pasado, lo deje todo para irse con su madre en barco, cruzar el océano y enrolarse en una compañía de un maestro de música trapalero, liante y aventurero? Eso hay que vivirlo de cerca. Conchita sólo hablaba valenciano, y un valenciano muy pobre, aunque aprende castellano escuchando canciones de la Chelito y la Fornarina, pero no sabe realmente leerlo ni entiende esas palabras. En el barco hacia Estados Unidos ya empieza a absorber el inglés, y al cabo de unos meses era una cotorra...
–Escribe una imagen maravillosa: «Tópicos de una España agitanada, patilluda y con sudor de pana, cuando todos los garitos los había conquistado el jazz, el swing y el foxtrot». ¿Era ese tópico español lo que triunfó al otro lado del charco?
–Era un tópico mismo El gato montés, que iba hacia México pero pararon a representarla en Nueva York. Como Conchita no sabía inglés lo hizo en español, y esa fue la gran suerte: el dedo de un ángel la señaló. Es una metáfora de la vida. Porque ella anduvo siempre entre dos amores, como el gato montés que daba nombre a la obra (aunque finalmente no fue a México, se quedó en Nueva York): entre un torero y un bandolero
–¿Cree que seguimos funcionando con tópicos, incluso con la corrección política?
–Aunque exista la corrección política, seguimos funcionando con tópicos. Un tópico es una verdad gastada, repetida y mohosa. No es verdad, pero sigue siendo verdad. Es tan verdad que te da agonía de tanta verdad. Conchita hizo 70 representaciones, algo que en Broadway era imposible, porque a la primera mala crítica se quitaba de cartel. Y Conchita Piquer estaba programada con letras luminosas... No es que fuera una niña desvergonzada, pero sí despierta, desinhibida y graciosa. Ella me dijo: «Yo soy una dona arriscat», que en valenciano significa arriesgada pero también encaramada a un risco. Es una imagen potente. Ella siempre estaba por encima del hombre que tenía al lado; era una gran profesional, y por eso era una mujer moderna: porque la profesión iba antes que nada más. Eso lo aprendió en Nueva York: el show business, el negocio, era lo primero. Por eso echó a Manolo Caracol: porque llegaba siempre borracho.
–Hoy en día que hay tanta reivindicación de figuras femeninas, ¿por qué no se recuerda más a la Piquer?
–Porque la folclórica parecía poco reivindicable. Parece que se lo debía todo a su público, y siempre estaban pegadas al gobierno imperante o estaban pasadas de moda. Pero Piquer no es un folclórica: es una profesional del espectáculo. Esa palabra que se usa ahora, «empoderar», ser consciente del poder de una misma y de que ella es su propia jefa... Es la Piquer quien lo encarna.
–Dice que ella no cumple los estereotipos de la cupletista.
–Siempre pasó sobre los inconvenientes que encontraba en su carrera. Todas las normas administrativas que le impedían ser lo que ella quería ser... se los saltaba. Y en ese aspecto era una contestataria: obviamente ella no era ideológicamente de izquierdas, pero sí era una contestataria, es decir, una contestataria de su trabajo, de la valoración de su figura.
–¿Uno no puede cantar así si no ha vivido un gran sufrimiento?
–Cantar es expresar desde las entrañas sentimientos. Si en esas entrañas no ha habido grandes sentimientos, no salen, no salen, no salen. Todo es impostado, es todo falso. Es así en la escritura también. Yo noto, como lector avezado, si el escritor ha vivido, ha visto, ha tocado, ha experimentado lo que cuenta. A la hora de describir una batalla, una muerte, una agonía de un personaje... se nota. La edad es un grado muy claro. Por eso los poetas tienen que ser adolescentes, y los científicos igual. Porque el cerebro tiene que estar limpio de adherencias. Es como un rayo láser. La poesía es una intuición. La poesía es una entelequia. Todos los grandes poetas lo han dado todo muy jóvenes. Y después está la narración, los relatos, lo demás; la edad del escritor es de los 40 a los 65 años. El Quijote está escrito a los 60 años: ahí hay experiencia real, y necesitas que tu espíritu tenga muchas referencias, muchas heridas para poder escribir.
–¿No cree que el auge de escritores jóvenes se debe también a esa originalidad en la mirada? ¿No puede necesitarse también una intuición en la narración?
–Si escribes de lo que no has vivido, puedes ser un artífice, pero cualquier crepúsculo que describas es un recurso. No puedes huir de lo que has visto, de lo que has vivido. Yo voy a notar si has vivido lo que escribes o no.
–No sé si había leído a Annie Ernaux, Premio Nobel de Literatura, pero ella ha sido criticada por pasarlo todo por el por el filtro de su experiencia. ¿La distancia del escritor con la obra es impostada?
–En la literatura cada uno hace lo que puede. A veces está de moda una cosa, luego la otra. Lo que hay que hacer es escribir claro, no poner dificultades a la lectura. Hay algunas dificultades que son lógicas, porque estás hablando de una cosa muy complicada, pero normalmente hay que facilitarle al lector la tarea. Que las palabras te dejen ver el fondo del estanque: claridad. Si enturbias las aguas y no se ve el fondo, es probable que el lector deje tu libro en la mesilla de noche. Y mañana tendrá otra novedad en las manos. Lo que me hace preguntarme una cosa: ahora se compran más libros que nunca, ¿pero cuántos se leen? Por eso a mí me encanta lo de «se lee fácil y del tirón», aunque parece que está mal visto y que para leer hay que sufrir. Pues yo quiero que mis libros se los lean del tirón y que se lo pasen bien.
–Precisamente usted dice que su escritura tiende cada vez más a la sencillez, algo cada vez más complicado.
–Naturalidad y sencillez. Cuanto más desnudo, más se ve. Uno empieza siendo muy barroco, lo quiere poner todo, pero poco a poco va depurando y el escribir muy sencillo y muy natural es una labor muy ardua a la que se tarda en llega.
–Un poco como en la vida, como dice en el documental A cielo abierto, en el que confesaba que había descubierto el misticismo de bañarse en el mar. Si viviendo y escribiendo vuelve a lo sencillo, ¿lo hace también en sus lecturas?
–Definitivamente. Yo releo mucho. Para emprender un libro nuevo tiene que estar muy recomendado por gente de la que me fío. Pero mi placer es releer, releer todo lo que me ha gustado: poesía, biografías, ensayo... Yo creo que ya he conocido a toda la gente que tenía que conocer y he leído todo lo que tenía que leer. Por eso sólo releo. Además soy mal lector de novelas, porque creo que es una cosa de gente joven; mi género favorito es la biografía.
–¿Y qué opina de la moda de recuperar figuras y tratar de «hacerles justicia», como se dice no sin soberbia?
–Es justo lo contrario: al que ha sido un ejemplo social, le sacan los trapos sucios. Y del que ha sido un tramposo, un chacal, dicen que era un santo. Es una moda tremenda... Kennedy, que era fascinante, resulta que era un depredador sexual. Mao Tse-Tung nunca se lavaba la boca. Jack el Destripador cuidaba de su madre. Y así.
–«Yo no quería ser un portavoz de valores eternos, sino un gozador de placeres efímeros», escribe. ¿Lo ha sido?
–Eso es literatura, pero sí. Yo hago lo que hago casi sin darme cuenta. No puedes ir por la vida con las luces largas; a mí me gusta llevar las cortas, porque los problemas de lejos se ven más gordos. En las noches de insomnio te imaginas las peores tragedias... A mí me gusta vivir pegado al presente, la conciencia próxima de las cosas. A mi edad, la forma de ser inmortal, de no morirme, es constreñir el tiempo. Y sólo pensar en el hoy.