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Ernest Hemingway a bordo de su barco "El Pilar' en 1935

Ernest Hemingway apunta con un arma al fotógrafo a bordo de su barco "El Pilar' en 1935

El día que Ernest Hemingway se suicidó y por qué nadie pudo creerlo

El Premio Nobel de Literatura en 1954 se disparó en la boca con una escopeta un 2 de julio siete años después de recibir el galardón. Casi nadie pensó, incluida su propia mujer, que aquello de verdad había sucedido

la vez que al fin lo consiguió era la tercera que lo intentaba. Era un 2 de julio. Acababa de regresar de una clínica donde le habían «tratado» con electrochoques. Parecía la noche en que Neil Perry, el poeta muerto, bajó al despacho de su padre y cogió el revólver que este guardaba en un cajón del escritorio, o la noche en que Neil Perry bajó al despacho de su padre y cogió el revólver que este guardaba en un cajón del escritorio parecía la mañana en que Hemingway se levantó y bajó al lugar donde guardaba sus armas de juventud y victoria.

Hemingway en Málaga en 1959

Hemingway en Málaga en 1959

Allí cogió una escopeta, como si fuera exactamente la de (La breve vida feliz de) Francis Macomber antes de que su mujer le disparara (con electrochoques) intentando salvarle. Subió al salón, se sentó, se puso el cañón en la boca, harto de suicidios fallidos, y disparó. Su esposa, Mary Welsh, dijo a los periódicos que su marido había sufrido un accidente mientras limpiaba el arma: era la primera incrédula, a pesar de los recientísimos antecedentes, que no podía admitir que el héroe de novela Ernest Hemingway se había quitado la vida como los «cobardes» a los que con tanta crueldad él mismo había descrito.

Hemingway, a la derecha, junto a su familia

Hemingway, a la derecha, junto a su familia

Incluso en ella pudo más el mito del gigante de la literatura y por ella de tantas cosas que la realidad tan cercana. Fue como el imaginario derrumbe del Coloso de Rodas, una de las siete maravillas del mundo antiguo. El mismo Hemingway que había entrado con las tropas estadounidenses que liberaron París de los nazis, mientras su amiga Sylvia Beach, la librera de sus primeros tiempos en la ciudad en los años veinte, le vio llegar, al mismo tiempo que su compañera Adrienne Monnier gritaba: «¡Es Hemingway, es Hemingway!».

Hemingway junto a Buck Lanham en el frente de la II Guerra Mundial

Hemingway junto a Buck Lanham en el frente de la II Guerra Mundial

Sí, aquel mismo Hemingway guerrero y cazador y pescador era el que se había suicidado: una «confusión» que admitió su admirador García Márquez en un periódico días después de la muerte. Luego de la noticia y del chocante e inicial recelo sobre su veracidad, la persona que había dentro del escritor famoso se abrió con el bisturí que el mismo escritor famoso proporcionó para su conocimiento póstumo: los traumas de infancia, como el de que su madre le vestía de niña, o la depresión heredada del padre (quien también se suicidó, y del mismo modo), de la que siempre trató de alejarse procurándose una imagen en movimiento: viajero, comedor y bebedor, mujeriego...

Hemingway en Kenia en 1954

Hemingway en Kenia en 1954

Una huida vital desenfrenada, perseguido por el miedo y el suicidio (del que habló hasta a sus amigos: en una carta le dijo a Ava Gardner que creía que mataba animales para no matarse a sí mismo) como un monstruo atroz hospedado en sus pensamientos (donde casi lo extraño hubiera sido no haberlo cometido) que asesinó no solo a su padre y a él mismo, sino también a tres de sus hermanos y después a su nieta, la actriz Margaux Hemingway. Sus amigos describieron en distintos testimonios la bipolaridad contra la que siempre luchó el Premio Nobel de Literatura en 1954, que además, en la huida, nunca cuidó de su salud quebrantada por los excesos y por los graves accidentes.

Hemingway al lado de un pez espada en La Habana en 1934

Hemingway al lado de un pez espada en La Habana en 1934

La literatura y la vida sin freno le procuraron una existencia de 61 años contada y salvada en sus cuentos y novelas, justo hasta que, enfermo, aquellos agarraderos ya no le sirvieron más. Había llegado al final de la escapada como aquel torero sin suerte al que acompañó el boyante picador Zurito, como el infeliz Francis Macomber y tantísimos infelices enmascarados en sus páginas que quizá tuvieron su culminación mas lograda en el viejo pescador que regresó a tierra, después de una aventura impensada, con el esqueleto del pez espada, la «contrametáfora» de sus efímeras fotografías orgullosas al lado de enormes y colgantes peces azules que él antaño había logrado sacar del mar.

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