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Erik Varden

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El Debate de las Ideas

El hábito de Erik Varden

No es simplemente el signo distintivo de una condición o de un estado, sino, sobre todo, de un modo de vida

Hace un par de meses Mons. Erik Varden presentaba entre nosotros su reciente libro Castidad. A juzgar por el balance de los diversos medios atentos a la información cultural religiosa, entre ellos de modo sobresaliente El Debate, la visita fue un éxito por el interés de la obra, pero también por la simpatía que suscitó la personalidad del autor. ¿Resultará acaso ocioso o meramente repetitivo seguir preguntándose por la fascinación que puede ejercer hoy entre nosotros la figura y el ejemplo de un monje trapense, formado intelectualmente en el Reino Unido, que dirige una diócesis de apenas dieciocho mil fieles en un país escandinavo como Noruega?

En un sentido literal, bien podría decirse de entrada que el hábito en su caso sí hace el monje. No es simplemente el signo distintivo de una condición o de un estado, sino, sobre todo, de un modo de vida. Como en la anécdota de la mujer que le escupió en plena calle de Roma, tal como relata al inicio de Castidad, el hábito podrá provocar rechazo y extrañeza. Sin embargo, tampoco es raro observar cómo no pocas personas, hasta con un punto de timidez, se atreven a cruzar unas palabras cálidas con un monje o con un fraile encontrado casualmente en la ciudad, como si su presencia recordase que, en la pervivencia de una clausura de silencio y soledad, se decidiera también, con una gratuidad incomprensible, una parte sustancial e ignorada de nuestras vidas.

Pero el hábito indudablemente representa mucho más que su simple literalidad. Como sucede en las obras de Dom Erik Varden, cualquier palabra (soledad, conversión, pureza…) sólo debería ser entendida en toda su realidad si se despliegan armónicamente sus sentidos, como sucedía en la tradicional hermenéutica monástica de las Escrituras. Tanto en el díptico constituido por La explosión de la soledad y Castidad como en Entering the Twofold Mystery, hasta el momento sólo en el original inglés, volviendo a ella, Erik Varden intenta escapar a una de las trampas en que ha solido incurrir la exégesis moderna: la de distinguir, como si se tratasen de dos planos diferentes, la literalidad del simbolismo, o lo filológico y lo teológico, como discursos científicos, de la poesía –es decir, de la Revelación-.

Cabe volver a tener en cuenta que la letra forma parte de la historia, pero la historia de la salvación no se reduce a la sola letra. Cada uno de los sentidos (además del literal, también el alegórico, el moral y el anagógico) contiene y enriquece los anteriores en un camino que avanza no porque simplemente progrese. Avanza porque recuerda. Unos y otros sentidos se cultivan mutuamente, se acompañan yendo de ida y vuelta. Dom Varden, por ejemplo, ofrece un ejemplo depurado de este uso de los sentidos espirituales en las homilías que abren Entering the Twofold Mystery a propósito de cada uno de los votos monásticos.

El famoso dístico medieval explicaba los sentidos así: «Littera gesta docet, quid credas allegoria. / Moralis quid agas, quo tendas anagogia». Este modelo, que Orígenes ya había llevado a su cima, ofrecía un ejemplo habitual con la palabra «Jerusalén»: la ciudad de David (gesta docet) significaba el bautismo por el que, siendo restaurada el alma desde la condición pecadora (quid agas), el fiel entraba a formar parte de la Iglesia (quid credas), la cual a su vez prefiguraba la Jerusalén celestial (quo tendas).

Permítaseme que también aplique este método al término «hábito». Sin su fundamento material – encarnado- no sería posible remontarse a los otros significados que en él mismo asoman. De hecho, el hábito puede verse como un deíctico por antonomasia: apunta más allá de sí mismo, no se agota ni se limita en su naturaleza, sino que, al ampliarla, la colma por elevación.

No por casualidad «hábito» es un término polisémico en español que incluye la acepción, tan querida a la escolástica, de la disposición al ejercicio de la virtud. Como tal, el hábito fortalece el espíritu de comunión sin uniformar conciencias. Como el propio Dom Varden desarrolla en Castidad, en el hábito se manifiesta asimismo el anticipo de esa túnica gloriosa con la que el ser humano quedará revestido en el Reino de Dios. La espiritualidad monástica está siempre dirigida por un impulso paradisiaco que no conduce hacia un abismo sin fondo apocalíptico, sino hacia una plenitud escatológica capaz de esperar sin tregua por el amor.

No es ni mucho menos un irrelevante juego (anti)posmoderno plantearse hasta qué punto el nuevo uso de los moldes retóricos y gramaticales de la tradición monástica puede seguir moldeando tanto nuestra experiencia como nuestra conciencia de la existencia cristiana actual. Henri De Lubac solía mencionar a Péguy, a Bloy y a Claudel como los grandes renovadores de la interpretación del «sentido espiritual» de la Escritura en el paso del siglo XIX al siglo XX. Tal vez haya sonado de nuevo la hora de preguntarse si también en estos momentos, en los más diversos géneros literarios, desde la poesía a la novela o del drama al ensayo, cuando el cristianismo parece asediado intelectualmente en todo Occidente y especialmente en la vieja Europa, no continúan emergiendo voces diversas, con tonos particulares, que, por más silenciosas que parezcan, permanecen fieles a la seriedad que el mismo De Lubac detectaba como la raíz de la inteligencia espiritual: el acto de conversión, por el que «para el alma que se abre al Evangelio y que se adhiere a Cristo, toda la Escritura es percibida con una luz nueva. Toda la Escritura es, por Cristo, transfigurada».

A juzgar por el éxito de los libros de Erik Varden, en los que uno puede encontrar dialogando a su autor con María Egipciaca y con Andreï Makine, así como con un apotegma de los Padres del Desierto o con la Sinfonía Resurrección de Mahler, el hábito de la escritura mantiene reunido en torno a sí una pequeña comunidad de lectores que se sienten conmovidos por el ejercicio de un oficio tan antiguo como nuevo, capaz de suscitar con la memoria del pasado un anhelo compartido del futuro. En el encuentro de un tiempo abierto hacia la eternidad el presente arraiga sacudiéndose el peso de nuestras caídas cotidianas, con una alegre aceptación liberada de ansiedades que los lectores sienten que misteriosamente logra también a ellos aligerarlos. Ese quizás sea uno de los secretos de la verdadera simplicidad.

Durante mucho tiempo ha podido alimentarse la impresión de que la seguridad doctrinal que proporcionaba el catolicismo procedía sobre todo de los conceptos que un realismo metafísico se esforzaba por definir y delimitar. Una época como la nuestra necesita también redescubrir la alegría que suscitan las correspondencias de los tipos y los símbolos. Como decía Pauline Matarasso, una de esas grandes estudiosas del Císter en el siglo XX, «los Padres, y los escritores monásticos tras ellos, al invitarnos a meditar en los símbolos, nos guían a un misterio que no tiene límites».

Ese espacio de libertad – jamás de arbitrariedad- es custodiado por una memoria agradecida que espera su cumplimiento definitivo y no una mera superación. Ojalá la simpatía que han despertado las obras de Erik Varden, tan ágiles y próximas, sea una confirmación de un renovado interés por los eslabones más recientes de una cadena ininterrumpida de diecisiete siglos que sigue mostrando, intacta y humilde, su encanto y su vitalidad.

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