Los escritores «malos» que venden muchos libros, ¿beneficio o daño para la literatura?
¿Qué quiere el lector mayoritario? ¿Lo conocido? Eso es todo lo contrario a lo que Hemingway, por ejemplo, un orfebre de la prosa, consideraba buena literatura
Decir que un escritor es «malo» es una opinión. No hay medios objetivos reales para valorar la calidad de la escritura de un autor. ¿O sí? Lo anterior a esta interrogación perfectamente podrían sostenerlo (y, de hecho, lo sostienen) muchos de esos escritores exitosos a los que algunos consideran «malos».
Pero, ¿por qué se les considera «malos»? Hay escritores malos a los que no se les llama así simplemente porque nadie les conoce. Lo mismo que a los buenos. Sí hay una opinión generalizada entre los «jueces literarios»: no hay muchos que piensen que los autores que mayormente frecuentan las listas de los libros más vendidos en España sean de esos escritores, de los buenos.
Uno de los casos más notables, por ser el escritor más vendedor, es el de Juan Gómez-Jurado. No hay demasiadas críticas, en contraste con los millones de ejemplares vendidos, que elogien su prosa, de la cual ponemos un ejemplo al azar de su novela El paciente, de 2014:
«...Cuando sonó el busca me froté los ojos con furia. El sonido me había sobresaltado, y me desperté de mal humor. Desde luego que el entorno no ayudaba. La sala de descanso de cirujanos de la segunda planta olía a sudor, a pies y a sexo. Los residentes siempre andan más calientes que la freidora de un McDonald’s en hora punta; no me extrañaría nada que un par de ellos hubiesen estado botando en la litera de arriba mientras yo roncaba...». Quizá más de uno piense que se podría haber utilizado, en este caso, alguna expresión mejor, pero ¿se perdería el hechizo del éxito que no tuvo por ejemplo el santo literario Joyce?
Elísabet Benavent es otra de las escritoras cuyos libros se venden como rosquillas. Obsérvese esta última metáfora, «como rosquillas». Esta comparación tan usual puede perfectamente imaginarse en un libro de Gómez-Jurado o Benavent sin corrección o sugerencia alguna de cambio o sustitución por parte de sus editores.
«No me considero fea, tampoco guapa, la verdad. Tengo muchas cosas a mi favor, pero una belleza obvia y apabullante no es una de ellas. Supongo que podría decir que soy resultona. Una vez, en una reunión de trabajo, me describieron como una chica con un físico personal, con carácter. Es cierto que tengo algo que hace que la gente recuerde mi cara. Me suelen recordar, pero también puede ser por el hecho de que desde hace años soy una de esas personas francas que, sin rozar la mala educación, suelen decir la verdad si se les pregunta». Estos párrafos (que no son desde luego los de la intraducible Finnegans Wake) pertenecen al libro Todas esas cosas que te diré mañana de la popular escritora valenciana.
Otra vez aparecen los lugares comunes, las palabras comunes, el camino común. ¿Qué quiere el lector mayoritario? ¿Lo conocido? Eso es todo lo contrario a lo que Hemingway, por ejemplo, consideraba buena literatura. Y Hemingway, al contrario que Joyce (a quien aquel idolatraba) era un autor superventas.
El autor de Fiesta sostenía la teoría del iceberg, por la que en la superficie de un texto solo se podía ver un octavo del volumen real de la historia, como solo se ve un octavo del volumen total de un iceberg, cuyos siete octavos restantes están debajo del agua.
Allí, debajo del agua, es donde está la historia, la buena historia contada por un buen escritor, según Hemingway. Si se sigue al Nobel, Gómez-Jurado o Benavent son escritores «malos» porque todo lo que cuentan está a la vista. Del mismo modo que están a la vista las interesantes tramas para un gran público de estos dos y otros autores súper vendedores como Dolores Redondo o Javier Castillo, sin menosprecio alguno del mérito que su real e indudable éxito tiene, como hallado con una fórmula mágica.
George Orwell tenía seis reglas de escritura: «Evita lo que ha sido usado», es decir, no recurras a lo manido, a lo típico; «Elige la palabra más corta»; «Recorta todo lo que puedas»; «Escoge la voz activa»; «Cuanto más sencillo, mejor»; «Rompe las reglas si hace falta», se refería a romper todo lo anterior antes de escribir algo fuera de lugar. Seguramente Faulkner no estaría de acuerdo con estas pautas, a las que añadiría subordinadas.
Cualquiera diría que la literatura que hoy vende en España (no la que vendía en el pasado, cuando se juntaban la calidad sin sospechas de casi nadie y la cantidad en los gustos lectores) ha decidido llevarle la contraria a los clásicos (váyase a un párrafo cualquiera de Delibes, de Azorín, de Cela para, más que comprobar, «sentir» la diferencia de que algo pesa en comparación, quizá por la triste necesidad de la demanda), aquellos a los que, como a Orwell (y como a Faulkner aunque no tenga reglas), casi contradice punto por punto.