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Maurizio Pollini

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Muere Maurizio Pollini, icono del piano iluminista del siglo XX, a los 82 años

Hace unos días canceló los recitales que tenía previsto ofrecer en España, en abril, donde siempre se había celebrado su profundo compromiso con la música, en permanente búsqueda de la perfección

Por alguna extraña coincidencia o capricho de la estadística, últimamente los genios parecen empeñados en dejarnos por pares. Si hace unos días se comunicaba el fallecimiento de Byron Janis, este sábado acaba de despedirse otra leyenda del piano, Maurizio Pollini, a los 82 años.

Eran temperamentos muy distintos, albergaban conceptos acerca de la interpretación radicalmente opuestos. Si Janis encarnaba en esencia el imaginario del pianista romántico: subjetivo, apasionado, caprichoso…, Pollini, por contra, se adornaba con la imagen de un intelectual del teclado, más sobrio y discreto en las formas exteriores, preocupado por desentrañar la esencia misma de cada obra conectando con las intenciones del compositor pero sin descuidar jamás la arquitectura, que en sus esclarecedoras lecturas, de Chopin o Stockhausen, aparece ante el oyente siempre diáfana.

A Pollini (Milán, 1942) los hados se le mostraron propicios desde muy temprano. Con dieciocho años asombró al propio Rubinstein («toca mejor que todos nosotros», fue su sentencia al escucharle) cuando se alzó con el primer premio del prestigioso Concurso Chopin. En aquella época, ese espaldarazo ya le habría bastado para emprender una carrera fulgurante. Pero el artista reflexivo decidió moderar la apuesta. Rompió su inicial contrato con el sello discográfico EMI y se centró en domeñar aún más unos recursos técnicos que en su elevado criterio solo podían aspirar a la perfección. En esa tarea parece que le echó un cable otro maniático de la máxima exigencia, Arturo Benedetti Michelangeli, con el que estudió durante algún tiempo.

De aquella batalla consigo mismo emergió el gran artista de los 70, cuyos retratos, que a menudo acertaban a captar algo de su eterna desazón, ese estado de inquietud perpetua que perturba a quienes se empeñan una y otra vez en perseguir lo inalcanzable, brillaban en las carátulas de los antiguos vinilos de Deutsche Grammophon, sus registros con el venerable Karl Böhm, que parecía encantado de colaborar con aquel milanés serio y formal. De esos encuentros data, por ejemplo, su versión conjunta del Emperador beethoveniano con una excelsa Filarmónica de Viena, plena de fuerza, claridad y brillantez.

Soñaba con otro 'Emperador', una visión más nítida

Bastantes años después de aquella histórica grabación, pude conocer a su artífice en unos días en los que precisamente regresaba al Emperador, que había empezado a abordar incluso antes de la cita vienesa, en los años 60, con su paisano Claudio Abbado. Recuerdo lo que me dijo, lamentaba que su gran amigo y cómplice de ideario político hubiese muerto ya, porque creía que juntos aún podían ofrecer una versión más madura de esta colosal partitura.

«Con el paso del tiempo, creo –o quizá me haya hecho esa ilusión–, que poseo una comprensión más nítida de la parte íntima de esta obra. Ambos teníamos la idea de presentar una lectura completamente distinta de la original, pero ya no pudo ser», me contó. A falta de Abbado, en esos días colaboraba con su hijo Daniele, al que se prestaba con paternal cariño a ayudarle en su objetivo de intentar labrarse una carrera como director.

Recuerdo que aquel Emperador con la Sinfónica de Galicia (la única orquesta española con la que llegaría a establecer una sólida colaboración en su última etapa), mostraba ya algunos signos de decadencia; los dedos ya no volaban sobre las teclas con la misma agilidad. Pero, en cambio, cuando desplegó toda su sabiduría para paladear el Adagio, el cielo pareció abrirse de pronto (y solo como en contadas ocasiones) para los privilegiados que estábamos ese día en la sala. Aquello no podía ser dicho ni entendido de otra manera.

Hablamos también del misterio que rodeó el conocido intento de dirigir, porque precisamente en una de esas excepcionales visitas gallegas también se animó a hacerlo brevemente con la orquesta coruñesa. Aquella espléndida grabación de La donna del lago de Rossini en Pésaro, en la que contó con un reparto de la época, de otra división: Ricciarelli, Valentini-Terrani, Ramey y el tenor español Dalmacio González, hizo albergar alguna esperanza.

Pero Pollini hubiera necesitado otra vida más para dedicarse, también, a empuñar la batuta. «Fue un experimento interesante, lo hice con gran placer, pero nada más. Mejorar mi técnica como director para expresar a través de la orquesta lo que yo deseaba hubiera supuesto dejar de lado una buena parte de mi carrera como pianista, y no quise. Con pensar renuncié a dirigir», me dijo.

Con Abbado, llevó la música a las fábricas

La cosa ya llegó a torcerse un poco cuando entramos en pantanosas arenas políticas, y la conversación se detuvo en ese punto. En los 70, los combativos Pollini y Abbado habían puesto en marcha en Italia, junto a compositores como Luigi Nono, un movimiento, Música e realtà, que se proponía llevar las obras de los autores clásicos a las fábricas, sacándolas de su ámbito habitual para captar nuevos públicos en los lugares donde estos pudieran encontrarse más cómodos. Posiblemente no sirviese de mucho, pero era casi la primera vez que artistas del star-system mostraban interés por derribar el mito del elitismo asociado a la música.

Entonces le recordé que por esos días Matteo Renzi, el nuevo primer ministro de su país, representante de la izquierda italiana, estaba aplicando grandes recortes a las instituciones culturales, una iniciativa que había soliviantado a los teatros. Pero sobre este asunto no quiso extenderse demasiado. «No deseo entrar en discusiones políticas, simplemente me gustaría que en este aspecto fundamental mi país se comportara de una manera mucho más satisfactoria», afirmó. Y eso ya fue bastante. Su militante conciencia de izquierdas seguramente le impedía mostrarse más crítico con un Renzi que acabaría cayendo.

Tenía previsto una nueva cita con España, en abril

Hace unas semanas, en el reciente, último recital del gran Sokolov en Madrid, se anunció ya que Pollini no acudiría para el recital que tenía previsto ofrecer en el mismo Auditorio Nacional, en abril. Últimamente cancelaba muchos de sus compromisos, pero nada hacía presagiar que esta vez fuese la definitiva. Deja numerosas grabaciones para su recuerdo, que recorren casi la historia de la música hasta nuestros días. El mismo interés, pareja devoción mostraba por su adorado Chopin que cuando interpretaba obras de Boulez.

Y aunque quizá algunos solo acertaran a ver en él a una suerte de «estirado» catedrático que se las sabía todas, adoctrinándonos al resto con gesto circunspecto en el más cabal conocimiento y respeto de los grandes de la música, no deja de ser cierto que jamás despreció el contacto íntimo con su dimensión más humana. «¿Cómo podemos saber si hemos comprendido el sentido de una música? Por las emociones que nos procura. Es un criterio subjetivo, y seguramente el único que funciona verdaderamente?». ¿Palabra de Byron Janis? No, de Maurizio Pollini.

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