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El Debate de las Ideas

Se necesitan héroes

Ya no hay literatura épica o trágica, porque hasta el delito se puede entender como algo razonable

Como hoy todo –o casi– se vende, no queda otro modo de encontrar cosas inéditas que recurrir a lo que está fuera de mercado, como la religión, la verdadera religión. No algo que compone el ser humano a su gusto, sino la religión en sentido estricto, la palabra y el amor de Dios. Empezó Él, por propia iniciativa.

No me voy a equivocar, porque la religión, Dios, sigue ahí y no hay quien lo borre. Se intenta ahora el derribo por olvido, por insignificancia, por esa beatería laicista del cinismo. ¿Quién defiende en estos tiempos principios cuando el principio supremo es el compromiso con la mediocridad? Ya no hay literatura épica o trágica, porque hasta el delito se puede entender como algo razonable.

Pido disculpas por este inicio, un tanto apasionado, nada frecuente en la mayor parte de los columnistas. Pero la culpa de estas impresiones la tiene la relectura de Asesinato en la catedral, de T.S. Eliot. Escrito en 1935, era una adivinación de los tiempos que estaban por venir.

El tema es conocido: Thomas Becket, amigo y canciller de Enrique II, es nombrado arzobispo de Canterbury. Muy pronto, Enrique II encuentra un estorbo, para su política de poder, en aquel que quería que fuera su mano derecha. Había prometido a su amigo Thomas que estaría siempre a su lado. Pero cambia de opinión, como quien se quita un guante, y deja caer, para que lo entiendan, a ese hombre que le molesta. Quienes manejan el poder suelen tener lacayos dispuestos a cualquier cosa, con tal de no perder el cargo y su sustancia económica.

Becket sabe que va a morir, «porque entrego mi vida por la ley de Dios sobre la ley del hombre». Otros arzobispos y obispos de la época callaron o argumentaron que es preciso, a cualquier precio, mantener la concordia entre la Iglesia y el Poder político. Dijeron algo que se ha repetido muchas veces: pro bono pacis, por el bien de la paz. En lugar del bien de la paz llegó el crimen. Los asesinos son razonables: «En lo que hemos hecho, lo creáis o no, fuimos totalmente desinteresados. Hemos sido los instrumentos para que se llegara a ese Estado que vosotros aprobáis».

Poco a poco el crimen ya no lo es, porque se ha hecho en nombre de la justicia y de la convivencia pacífica. Todo es razonable. ¿Por qué defender a ultranza unos principios? «Becket era muy radical», comenta una cortesana, lo que hoy sería una secretaria de Estado. Y uno de los asesinos recurre al antiguo método de corromper las palabras: «Creo que, con estos hechos ante ustedes, sin dudarlo emitirán un veredicto de suicidio mientras se encontraba en estado de incapacidad mental. Es el único veredicto caritativo que se puede dar a alguien que, después de todo, fue un gran hombre».

¿Y el pueblo? El pueblo se hace a todo. Ha visto cómo Becket ha sido asesinado y no ha reaccionado, por miedo: «Perdónanos, Señor: reconocemos que somos el tipo de hombre corriente; los hombres y mujeres que cierran la puerta y se sientan junto al fuego; (...) que temen la injusticia de los hombres mucho menos que la justicia de Dios».

«Sí, pero eso es muy medieval, nada moderno», me objetaría algún intelectual del actual establo y establishment. Quizá no: millones de seres humanos comunes, en 2024, podrían decir: «Somos gente corriente; tememos más que nada la falta de seguridad. No nos va mucho el riesgo de la libertad, la valentía de defender las propias convicciones. Si los que mandan, los que manejan las riquezas del mundo, los que tejen el poder están por el arreglo y la componenda razonable, ¿cómo quieres, Becket, que hagamos como tú? Tú te has salido de la norma y has puesto la marca demasiado alta. Sabemos que se necesitan héroes, pero no tenemos ya nada de esa fibra, ni nadie que nos impulse a serlo».

Los cuatro caballeros asesinos de Becket pudieron caminar libremente por Inglaterra, como otros tantos políticos de cualquier país de hoy, incluso de España. No ha habido crimen, sino pactos entre políticos. En el fondo solo pagó uno y se evitó una confrontación.

Y el hombre corriente, desde el fondo de un resto de piedad, implora: «¡Santo Thomas Becket, ruega por nosotros! Pero que no cunda tu ejemplo, please. Tengamos la fiesta en paz. No nos estropees la convivencia».

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