¿Qué es el igualitarismo al que siempre se refiere Urtasun?
El ministro de Cultura suele hablar de la idea de «una sociedad libre e igualitaria»
La última vez, por escrito, que el ministro Urtasun ha hablado del igualitarismo («Tendencia política que propugna la desaparición o atenuación de las diferencias sociales» e «Ideología que propugna la desaparición o la atenuación de las diferencias sociales», según la RAE), al que se refiere con frecuencia, es en el siguiente mensaje en X del pasado día 24:
«Las bibliotecas son fuentes de conocimiento, refugios del saber que permiten a la ciudadanía acceder a la cultura sin ningún tipo de distinciones ni barreras. En el #DíaDeLasBibliotecas2024 celebramos su gran papel para construir una sociedad cada vez más libre e igualitaria».
Una sociedad «libre e igualitaria» suena casi a Jardín del Edén. Y en realidad es una utopía (las utopías que la izquierda suele utilizar como bandera), que busca eliminar, como dice la propia definición, las clases sociales, económicas y políticas.
Igualitarismo, pese a lo que se pueda pensar o pueda parecer, no es igualdad. Y ahí es donde está la trampa. El igualitarismo que pretende igualar desde abajo tiene un carácter esencialmente totalitario porque la igualdad absoluta no existe, partiendo de la simple idea de que todos somos distintos.
Lo opuesto al libertarismo
Lo que pretende el igualitarismo es crear una sociedad más manejable estableciendo que no haya diferencias. La verdad del asunto tiene una motivación distópica que el ministro Urtasun pone delante de los ojos sin que muchos sepan qué es lo que está poniendo delante de los ojos.
Y es algo que parece bonito, humano, solidario, pero no lo es. El igualitarismo pretende abolir ideológicamente la desigualdad natural: un experimento social que ya se planteó en novelas (y se trata de llevar a cabo en la realidad) como Un mundo feliz, Fahrenheit 451 o Rebelión en la granja.
Para Urtasun y su igualitarismo es injusto (la injusticia es la esencia del principio) que un individuo se diferencie, que sea mejor que otros, que goce de una posición privilegiada respecto a otros debido a su mérito o que piense de modo diferente. El mérito no es igualitario y, por lo tanto, es malo, y no es libre (cuando precisamente lo es), según la concepción del igualitarismo.
Un Gobierno como el del que forma parte el ministro de Cultura quiere un rebaño al que pacer con la paga o la subvención para evitar precisamente la libertad de que alguien destaque y despierte al rebaño: eso es el igualitarismo, la doctrina a la que se opone, por ejemplo, el libertarismo que practica el presidente de Argentina Javier Milei.
El igualitarismo no es libertad
El libertarismo no cree en una idea de la Justicia basada en la igualdad del igualitarismo, que busca anular y utilizar los talentos naturales y ajenos para que no sean motivo de diferenciación (incluso los criterios «especistas» para «igualar» a hombres y animales) respecto a los que no los tienen: una teoría perversa que obligaría, por ejemplo a Rafael Nadal, en un hipotético sistema social «ideal» e igualitarista, a «repartir» todo lo que exceda económicamente (y por extensión política y socialmente) a todos aquellos que no disponen del talento deportivo del jugador de tenis español.
Añádanse todos los casos similares que se le vengan a cualquiera a la cabeza: deportistas, artistas... pero no hace falta ir tan lejos. Una persona anónima, de humilde extracción, que con su esfuerzo adquiera una posición económica y social superior a la media también debería deshacerse del «exceso» para ser igualitario. Y si se es igualitario no se es libre como suele aparejar el ministro con su sectarismo habitual.
La casa del doctor Zhivago
Es el comunismo. Son los «impuestos a los ricos». Es la casa del Doctor Zhivago repartida al albur igualitario, como si el talento fuera un bien no personal sino público. No hay propiedad individual ni siquiera en los bienes naturales, propios, íntimos o personales que también han de ser teóricamente redistribuidos. Esto es lo que repite sin cesar Urtasun como si su aspiración fuese la felicidad máxima de la sociedad, cuando no es nada más que, bajo su posición de gobernante actual, el sometimiento de aquella.