El páramo cultural franquista, «una moneda falsa»
Se repite ahora una consigna sectaria, que ya denunció Julián Marías hace casi medio siglo
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Camilo José Cela y Francisco Rabal en la adaptación de Mario Camus de 'La colmena'
Francisco Franco murió el 20 de noviembre de 1975. Cincuenta años después, nos van a repetir ahora cien veces que, durante la etapa franquista, la cultura española fue un páramo desolado, un desierto total.
En realidad, durante esa etapa, algunos dramaturgos españoles estrenaron obras valiosas; algunos narradores, poetas y estudiosos españoles publicaron libros que merecen recuerdo. No es una opinión mía sino un hecho indiscutible. Lo confirman algunos datos, ordenados por géneros, referidos sólo a los últimos quince años del franquismo, a partir de 1960.
Comienzo por el teatro: en ese año estrenó Buero Vallejo uno de sus dramas históricos, Las Meninas, sobre Velázquez. Dos años después, el mismo autor, El concierto de San Ovidio; Lauro Olmo, La camisa, un drama social sobre la emigración.
En 1963, se dio a conocer Antonio Gala con el drama poético Los verdes campos del Edén y escandalizó a algunos biempensantes Martín Recuerda con Las salvajes de Puente San Gil.Al año siguiente, volvía a estrenar en España Alejandro Casona, con una obra sobre Quevedo, El caballero de las espuelas de oro; Miguel Mihura, la deliciosa Ninette y un señor de Murcia.
De 1967 es otra de las obras fundamentales de Buero Vallejo, El tragaluz. Un año después, triunfaba Jaime Salom con La casa de las chivas. En 1970, volvía al tema histórico Buero, con su obra sobre Goya, El sueño de la razón; Juan Antonio Castro ofrecía su reflexión sobre el Tiempo del 98.
En 1972, estrenó Antonio Gala una de sus mejores obras, Los buenos días perdidos; a la vez, bebían en raíces populares Alfonso Jiménez Romero y Salvador Távora, en Quejío. Al año siguiente, obtuvo un gran éxito Gala con Anillos para una dama, sobre Jimena, la mujer del Cid. De 1974 es una de las obras más filosóficas de Buero, La fundación.
Vale la pena recordar algunas novelas y relatos de este período. De 1961 son El río que nos lleva, de José Luis Sampedro, y Caballo de pica, de Ignacio Aldecoa. Un año después publica Miguel Delibes Las ratas; Caballero Bonald, Dos días de septiembre; García Hortelano, Tormenta de verano; Luis Martín Santos, la rompedora Tiempo de silencio.
De 1963 es el muy original Don Juan, de Gonzalo Torrente Ballester. De 1964, Viejas historias de Castilla la Vieja, de Delibes. De 1965, Escribo tu nombre, de Elena Quiroga.
En 1966, obtiene gran repercusión Cinco horas con Mario, de Delibes, con su conflicto entre dos mentalidades; de ese mismo año son Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, y Travesía de Madrid, de Paco Umbral.
De 1967 es la muy discutida Volverás a Región, de Juan Benet. Al año siguiente, publica Paco García Pavón El reinado de Witiza. En 1969, abordan una profunda renovación estilística Camilo José Cela, en San Camilo 1936, y Delibes, en Parábola del náufrago.
Causa cierto escándalo Paco Umbral, en 1970, con El Giocondo. Al año siguiente, de vuelta del exilio, mi gran amigo Francisco Ayala alcanza su cumbre narrativa con esa maravilla que es El jardín de las delicias.
Deslumbra Gonzalo Torrente Ballester, en 1972, con La saga/fuga de JB. Un año más tarde, Luis Goytisolo publica Recuento. En 1974, Carmen Martín Gaite, Retahílas; Caballero Bonald, Ágata, ojo de gato. En el año de la muerte de Franco, Delibes publica Las guerras de nuestros antepasados; aparece, póstuma, Tiempo de destrucción, de Luis Martín-Santos.
Es complicado seleccionar algunos títulos de poesía, por la abundancia de obras valiosas, en este período.
En 1962, quince años antes de obtener el Premio Nobel, publica Vicente Aleixandre En un vasto dominio. En 1964, publica José Hierro el Libro de las alucinaciones; Blas de Otero, Que trata de España; Ángel González, Palabra sobre palabra.
Al año siguiente, Claudio Rodríguez, Alianza y condena. En 1967, José Ángel Valente, La memoria y los signos. Un año más tarde, Vicente Aleixandre, Poemas de la consumación; Gloria Fuertes, Poeta de guardia.
En 1969, Blas de Otero, Expresión y reunión. Abre una nueva etapa, en 1970, la antología de José María Castellet Nueve novísimos. Al año siguiente, publica Paco Brines Aún no; José María Valverde, Enseñanzas de la edad. En 1972, Alfonso Canales, Réquiem andaluz. Dos años después, Aleixandre, Diálogos del conocimiento.
También es muy difícil seleccionar unos pocos ensayos y estudios españoles de este período. Lo intento, a sabiendas de que omito muchas obras notables. Comienzo por la filosofía.
En 1962 se publica, por fin, el muy esperado libro de Xavier Zubiri Sobre la esencia. Continúan la línea orteguiana Pedro Laín Entralgo (Teoría y realidad del otro, 1961) y Julián Marías (Antropología metafísica, 1970).
Juan Rof Carballo españoliza nociones de la psicología vienesa en Urdimbre afectiva y enfermedad (1962). Para la incorporación de los estudios psicológicos a nuestra Universidad es primordial el libro de José Luis Pinillos La mente humana (1965).
Desde una posición política de izquierdas, Carlos Castilla del Pino publica Un estudio de la depresión (1966). Notable éxito popular tiene Moral y sociedad. Introducción a la moral social española del XIX (1967), de José Luis Aranguren, atento siempre para estar, intelectualmente, «a la última». Tres años después, publica Emilio Lledó Filosofía y lenguaje.
En filología, la escuela de Menéndez Pidal da frutos absolutamente imprescindibles, como el Curso superior de Sintaxis española (1961), de Samuel Gili Gaya, el Manual de bibliografía de la literatura española (1963), de José Simón Díaz, y el utilísimo Diccionario de dudas y dificultades de la lengua española (1973), de Manuel Seco.
A ellos se suman los de la escuela de arabistas: Emilio García Gómez, con Las jarchas romances de la serie árabe (1965). Y un nuevo helenismo español de gran nivel, con Francisco Rodríguez Adrados (Fiesta, comedia y tragedia, 1972). Desde Barcelona, el magisterio de Martín de Riquer (Los trovadores, 1975).
En el terreno de los historiadores, inaugura brillantemente la escuela española de historia de las religiones Ángel Álvarez de Miranda (Ritos y juegos del toro, 1962). Emprende su camino heterodoxo Julio Caro Baroja (Los judíos en la España moderna y contemporánea, 1962).
En la historia de las ideas, José Antonio Maravall publica su monumental Antiguos y modernos. La idea del progreso en el desarrollo inicial de una sociedad (1966). De vuelta del exilio, don Américo Castro, mi maestro, publica De la España que aún no conocía (1971).
Dentro de la historia del arte, nos enseñan a entender el arte moderno, desde el clasicismo, Enrique Lafuente Ferrari (De Trajano a Picasso, 1962) y Juan Antonio Gaya Nuño (Pequeñas teorías de arte, 1964). Se anticipa a muchas modas actuales mi querido Federico Sopeña, con su Introducción a Mahler (1960).
En el mundo del ensayo literario, tan variado, quiero recordar el testimonio de Dionisio Ridruejo (Escrito en España, 1962); el escandaloso Diccionario secreto (1968), de Camilo José Cela.
Publica Paco Umbral su provocativa biografía Larra. Anatomía de un dandy (1968). Desde una ideología de izquierdas, Alfonso Sastre, La revolución y la crítica de la cultura (1970). Inicia una veta muy atractiva, que luego continuará, Carmen Martín Gaite, con sus Usos amorosos del XVIII en España (1972).
Disculpe el lector esta enumeración de autores y títulos, inevitablemente pesada. Mi excusa: fácilmente, podría haberla alargado mucho más. Mi justificación: tiene una ventaja evidente, los datos están ahí, son indiscutibles.
No lo es, en cambio, su interpretación. Conviene alejarnos del sectarismo y utilizar el sentido común –tan escaso, en nuestra política– para responder a algunos interrogantes.
Es un disparate calificar de «franquistas» a los que desarrollaron su labor creadora durante la época del franquismo. (De hecho, muchos de ellos escribieron desde posturas claramente contrarias al Régimen de Franco). Tan absurdo sería atribuir a Franco el mérito de esas obras como negar la realidad de que se publicaron en aquella España.
Hace casi medio siglo, el 19 de noviembre de 1976, Julián Marías –que en absoluto era franquista– publicó en La Vanguardia y en El País un artículo, luego incluido en su libro La devolución de España (1977), que alcanzó notable repercusión. Se titulaba La vegetación del páramo.
Denunciaba, en él, el discípulo de Ortega que calificar como un «páramo total» la cultura española nacida durante el franquismo era «una moneda falsa», creada por la propaganda sectaria, «destinada principalmente al consumo de los jóvenes, nacidos a la vida histórica hace poco tiempo».
Por desgracia para nosotros, seguimos igual, en esto: no hemos avanzado nada. Concluía Julián Marías su artículo con esta pregunta:
«¿Quién ha podido romper la continuidad de la cultura española del siglo XX, más fuerte que el partidismo, la violencia y el espíritu de negación?»
Cincuenta años más tarde, la operación de propaganda sectaria ha vuelto a ponerse en marcha. Ahora mismo, todos sabemos quién es su responsable.