Abducidos y dóciles: ¿qué ocurre cuando el hombre-masa se engancha a TikTok?
La generalización de los teléfonos móviles, las tecnologías de información y las redes sociales han dado como resultado una sociedad formada por ciudadanos encerrados en sí mismos y asociales
La escena se repite cada día por la mañana en el metro de Madrid. En realidad, podría ser a cualquier hora del día, en cualquier otro medio de transporte público (autobús, cercanías…) o en cualquier otra ciudad de España o del mundo occidental.
Miras a un lado del vagón, miras a otro y la práctica totalidad de los pasajeros —no sería aventurado decir que el 90 %— va con la mirada clavada en la pantalla del teléfono móvil, muchos incluso con cascos inalámbricos, encorvados, con la nariz a un palmo de la pantalla, los ojos desorbitados, aislados de la gente que tienen a su alrededor, evadidos de la realidad.
En definitiva, una metáfora de la sociedad actual constituida por ciudadanos dóciles y sin capacidad crítica.
La generalización de los teléfonos móviles inteligentes, el acceso ilimitado a internet, y los contenidos adictivos de redes sociales y aplicaciones de entretenimiento e información ha dado lugar a una ciudadanía abducida, instaurando un nuevo paradigma cultural y social.
De hecho, la influencia cultural y social de las redes social es mayor de lo que ha sido nunca la influencia de los medios de comunicación, la literatura o el cine.
En poco tiempo (cuestión de semanas o meses), una moda lanzada por un perfil popular de TikTok puede terminar imponiéndose en millones de usuarios en todo el mundo. TikTok ha demostrado su capacidad para modificar rápidamente las costumbres o hasta el lenguaje. Véase la introducción entre los jóvenes de términos nuevos y globales como «bro», «demure», «modo», «prime», «vibes»…
La adicción a los contenidos de internet difundidos por redes sociales ha llevado a los individuos a aislarse unos de otros, a meterse en una burbuja, a relacionarse cada vez menos con amigos y familiares. Es el individualismo llevado a un extremo inédito.
Se prefiere estar encerrado, solo, con el móvil entre las manos, antes que salir a la calle en familia, hacer deporte, tomarse unas cervezas, ir al cine, compartir un rato de ocio con los hijos o incluso se retrasan horas de comida o se restan horas al sueño.
En resumen, las tecnologías móviles han hecho realidad el vaticinio del malogrado escritor estadounidense David Foster Wallace (La broma infinita, Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer).
La cita la recogió hace unos días el arquitecto, escritor y divulgador Pedro Torrijos (La tormenta de cristal, La pirámide del fin del mundo) en su perfil de Twitter, y es un extracto de su entrevista al redactor de la revista Rolling Stone, David Lipsky, en los años 90, pero inédita hasta 2010, cuando Lipsky publicó la conversación en su libro Aunque por supuesto terminas siendo tú mismo. Un viaje con David Foster Wallace.
«Cada vez será más y más fácil y más y más agradable sentarse uno solo a ver imágenes en una pantalla de gente que no nos ama y que solo quiere nuestro dinero. Y eso está bien en pequeñas dosis, pero si es la sustancia básica de tu dieta, te morirás», decía entonces Foster Wallace.
No hace tantos años, esa misma escena descrita en el metro de Madrid, sería muy diferente.
Probablemente los pasajeros irían igualmente ignorándose unos a otros, pero irían leyendo la prensa de papel, aunque fuera la gratuita, o leyendo un libro, o escuchando música en sus aparatos MP3 (pero concentrados en la música, no en la pantalla), o escuchando la radio igualmente con sus auriculares. O simplemente mirando al infinito inmersos en la deriva de sus pensamientos.
En definitiva, eran ciudadanos algo más vivos porque aún conservaban la capacidad de pensar por sí mismos. No eran seres homogéneos, despersonalizados, adictos a unas pantallas portátiles que los evaden, los distraen. No eran, en definitiva, orteguianos hombres-masa.
Decía Ortega y Gasset en La rebelión de las masas que el hombre-masa «es el hombre previamente vaciado de su propia historia, sin entrañas de pasado y, por lo mismo, dócil».
El hombre-masa, continúa Ortega, «es sólo un caparazón de hombre», «carece de un «dentro», de una intimidad suya, inexorable e inalienable, de un yo que no se pueda revocar».
La definición de José Ortega y Gasset del hombre-masa le va como un guante a ese hombre enganchado a los smartphones y, en particular, a las redes sociales, al que bien se le podría denominar hombre-tiktok, por la relevancia de esta última red social en la alienación del individuo.
En una reciente entrevista concedida a El Debate, el popular escritor italiano Daniele Mencarelli, autor de la novela Todos quieren salvarse, afirmaba que la gran revolución que está por venir consistirá en «huir de la dimensión digital y volver al mundo», una revolución que deberán emprender las siguientes generaciones.
El cambio introducido en la cultura y en la sociedad por las tecnologías de información y, en especial, las redes sociales, llegó silencioso, de forma paulatina, casi sin enterarnos y con una cínica campaña publicitaria positiva que vendía el producto como una nueva ventaja que facilitaría la comunicación entre familiares y amigos. El efecto ha sido todo lo contrario.