Las últimas exposiciones del año en el Reina Sofía que muestran que al arte moderno no le interesa la belleza
El arte moderno cada vez es más privativo. Se diría que cada vez más impopular y endogámico. Y no se dice que el arte tenga que ser popular
Todavía se está a tiempo de contemplarlas in situ. Hasta marzo. La primera de las cuatro exposiciones es la más antigua. De la pintora valenciana Soledad Sevilla. Tiene 80 años y es su primera gran muestra. ¿Es un reconocimiento tardío o coyuntural? Desde luego Sevilla no es una desconocida en el mundo del arte moderno cada vez más privativo. Se diría que cada vez más impopular y endogámico. Y no se dice que el arte tenga que ser popular. Muchas veces nunca lo fue (o lo fue mucho más) en su tiempo, sino con el tiempo.
En busca de la belleza
De la exposición Ritmos, tramas, variables se agradece que al menos no tenga ideología. Desde el Museo Reina Sofía explican que se desmarcó del uso del ordenador (¿cómo herramienta plástica?), «sin dejar de desarrollar un riguroso lenguaje basado en la pureza de a línea y el color y en la construcción de formas partiendo de módulos geométricos». No parece que estas líneas (las escritas, no las de Soledad Sevilla) señalen precisamente el camino de la belleza y para muestra un cuadro, en vez de un botón, de los que se supone que representa en la mirada de la artista Las Meninas de Velázquez:
La siguiente muestra tiene como casi demostrativo título Esperpento. Arte popular y revolución estética. Aquí la cosa no mejora respecto a la belleza. La belleza va por una carretera paralela al arte moderno que se aleja a menudo que se avanza. En esta ocasión, se utiliza a Valle-Inclán, que pasaba por ahí sin quererlo, para mostrar la obsesión de la ideología sin el menor ápice de encanto. No hay ideas originales, sino búsqueda en algún lugar del pasado casi como justificación.
Este esperpento, no «valleinclanesco», sino «reinasofiesco», se lleva a Max Estrella y lo pone en otro mundo y en otro tiempo para explicarnos el futuro. Dijo Germán Labrador, uno de los comisarios, que quiso «sacar al esperpento del rincón de la curiosidad literaria, el cachivache extraño o la tradición casticista donde pretendió arrinconarlo el franquismo». Ay, el franquismo. Pura belleza todo. Y que no falte el feminismo y el indigenismo, como en la última de todas, de la portuguesa Grada Kilomba: Opera to a Black Venus. ¿Qué nos diría mañana el fondo del océano si hoy se vaciara de agua?
El comisario es Manuel Borja-Villel, el ex director del Museo, hoy asesor de la Generalidad catalana, cuya visión del arte se podría decir que es obsesivamente descolonizadora y directamente fea: performances, instalaciones, sonidos como excusa para el revisionismo ideológico que inunda el arte en perjuicio de la belleza.
La última, o la penúltima de este póker de exposiciones es En el aire conmovido, una «antropología política de la emoción en clave poética» que en este caso no toma a Valle-Inclán, pero sí a Lorca, Miró o Rodin. También a Bertold Brecht, donde tienen cabida asuntos como «las limitaciones de la concepción cartesiana de espacio», o «la ética insumisa» en «tiempos y espacios de percusión poética donde la emoción y la política se aúnan».
Deben de ser otros tiempos donde la belleza es secundaria. Decía André Maurois que «nada como cerrar los ojos y evocar internamente una obra bella» cuando las cosas no van bien. No serán estas obras, desde luego, las que se vean al cerrar los ojos. Cualquiera diría que el arte moderno le quiere quitar a nuestros corazones «el amor a lo bello», como dijo Rousseau, para quitarnos «el encanto de vivir».