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El viaje y su sentido de Emily Thomas

Portada de «El viaje y su sentido. Cuando los filósofos se hicieron nómadas» de Emily ThomasShackleton Books

«El viaje y su sentido». Cuando abandonar el sillón estimula la imaginación filosófica

Emily Thomas despliega un amplio repertorio de erudición histórico-filosófica en un ensayo acerca del modo en que el viaje expande el horizonte intelectual de los filósofos

Las restricciones a la movilidad de muchos países han hecho que la aparición de este libro sea inesperadamente oportuna. Si viajar, hoy, resulta más engorroso que antes de la pandemia, siempre nos queda la posibilidad de reflexionar sobre la idea misma del viaje. Es lo que nos propone Emily Thomas, joven profesora universitaria especialista en filosofía del espacio y del tiempo… y viajera infatigable.

El libro, de hecho, tiene como trasfondo el viaje por Alaska que la propia Thomas realizó en 2016 al terminar una beca posdoctoral en Países Bajos. Varias anécdotas de dicho recorrido salpican los capítulos de El viaje y su sentido: la inmensidad de este singular estado, sus escasas infraestructuras, los pintorescos nombres de sus calles, la presencia continua de montañas, la aurora boreal… La experiencia personal de la autora, con todo, es sólo una excusa para introducir algunas cuestiones típicas de la filosofía moderna que el libro desarrolla al hilo del testimonio de numerosos pensadores que se tomaron el viaje en serio. Viajar, decía Montaigne, obliga a la mente a observar constantemente «cosas desconocidas y nuevas» y, con ello, a ampliar lo que sabemos y reconsiderar lo que damos por sentado. Viajar nos enseña la otredad, y esto es algo bueno para cualquiera.

El viaje y su sentido de Emily Thomas

Shackleton Books / 320 págs.

El viaje y su sentido

Emily Thomas

Los relatos de expediciones, marchas, travesías y vueltas por el mundo no son nuevos, como sabe cualquiera que haya leído a Heródoto. Sí lo fue la idea —propia de la época de los descubrimientos en Europa— de que viajar aumenta nuestro entendimiento del mundo natural. Francis Bacon, inspirador de esta idea, «creía firmemente que, al igual que Colón había ido más allá de Europa, los intelectuales debían ir más allá de su herencia medieval». De esta guisa, el viaje adquirió a finales del XVII la forma de recolección de datos sobre tierras remotas, una tradición viajera científica que arranca con la British Royal Society y llega hasta Charles Darwin.

No fue el único tipo de viaje que surgió entonces. En efecto, tras el éxito de varios libros de viaje y el fin de la Guerra de los Treinta Años, la aristocracia británica se animó a viajar por Europa siguiendo el eje París-Roma conocido como grand tour, un recorrido que muchos jóvenes hacían por ampliar su formación intelectual... y por iniciarse en el sexo. Las guerras napoleónicas acabaron con estos viajes, que cambiaron su naturaleza a medida que el barco de vapor y el ferrocarril facilitaron que el turismo llegase a la clase media. Los aviones en el siglo XX ampliaron aún más el espectro de pasajeros, así como los motivos para viajar, algo que Thomas subraya al recordar que, en los libros de viaje contemporáneos, cada vez se atiende menos a la descripción de lugares y gentes y más a la dimensión subjetiva o psicológica del viaje.

En realidad, el aspecto vivencial-testimonial del viaje es parte consustancial de los relatos de viajeros, y así lo han estudiado especialistas como Patricia Almarcegui o Luis Alburquerque. También es lo que dificulta graduar su validez epistémica. Cuando John Locke refutó el innatismo, empleó lo que aprendió de los libros de viaje (a saber, que no todo el mundo tiene las mismas ideas, como manifiesta la diversidad de costumbres en torno a asuntos similares). Pero su crítico Edward Stillingfleet le respondió que emplear libros de viaje como argumento contra la idea innata de Dios es tramposo, pues son libros imprecisos, poco fiables y, además, se contradicen entre sí. Y es que este tipo de literatura supone un reto: no es ficción, desde luego, pero tampoco no-ficción. Si bien su formato sirve para algo muy querido a los filósofos, como son los experimentos de pensamiento del estilo ¿qué pasaría si…? En este punto, los títulos que analiza Thomas —Robinson Crusoe, la Utopía de Moro, Los viajes de Mandeville y, sobre todo, El mundo resplandeciente de Margareth Cavendish— son bien ilustrativos.

Tres de los capítulos más interesantes del libro giran en torno al viaje y la naturaleza. El turismo de montaña tuvo su más que probable origen en un cambio en la concepción del espacio teorizada por Henry Moore. El espacio, sostuvo en 1671, tiene atributos de Dios (es permanente, inmenso) y esa identificación se trasladó a las montañas y el mar, tal como prueban los testimonios de numerosos viajeros desde mediados del siglo XVIII. Por las mismas fechas, Edmund Burke distinguía en un conocido tratado entre la belleza (cualidad de las cosas que provoca amor) y lo sublime, que produce un terror placentero. Desde entonces, puede decirse que hay un turismo de lo sublime, que busca visitar sitios peligrosos y relativamente seguros: las grandes olas del Pacífico, el buceo entre tiburones, el alpinismo y la espeleología, cataratas y huracanes… experiencias que, parafraseando a Alain de Botton, nos enseñan que «el universo es más poderoso que nosotros, que somos frágiles y temporales y debemos aceptar las limitaciones impuestas sobre nuestra voluntad, plegarnos a necesidades mayores que nosotros mismos». Con la obra de Thoreau, por último, se da un giro en la contemplación de la naturaleza, que sigue siendo misteriosa, pero ya no porque remita a Dios.

Los capítulos feminista y ecologista que cierran el libro no están al nivel del resto. Quizá viajar fuera cosa de hombres pero, aún así, incluso entre los varones, los hombres viajeros han sido una minoría excepcional. Por otro lado, es posible que cierto turismo dañe los parajes naturales que visita, pero convendría recordar que no existe la naturaleza sino que esta es, en gran medida, creación humana. El tono aleccionador de estos capítulos quizá pueda disculparse por tratarse de un tic epocal y anglosajón. Menos disculpable es la anécdota soez con que empieza el libro, con todo, un exceso que el lector indulgente podrá olvidar ante la exquisita calidad de la edición —desde la portada hasta los mapas, imágenes y gráficos que acompañan al texto— y la abudantísima erudición que condimenta una escritura amena y ágil.

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