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Portada «La voces de Adriana» de Elvira Navarro

Portada «La voces de Adriana» de Elvira NavarroLiteratura Random House

'La voces de Adriana': este es el patrimonio de Elvira Navarro

La escritora andaluza indaga en los vínculos de dependencia entre padres e hijos y las herencias recibidas a través de la memoria y la sangre

Hay un momento inexorable y trascendente en la vida de todo hijo (siempre que se cumpla el ciclo natural) en el que pasa a convertirse en padre de sus padres. En Patrimonio, Philip Roth lo sitúa en una fecha casi exacta, un día de 1988 en el que, a sus 55 años, le ordenó a su padre de 87: «Haz lo que te estoy diciendo. Ponte un jersey y los zapatos de andar». El padre asiente, capitula, cede el testigo. «Es el fin de una era, el comienzo de otra», declara Roth.

En ese punto se encuentra Adriana, la protagonista de la nueva novela de Elvira Navarro (Huelva, 1978), que ya ha perdido a su madre sin experimentar la orfandad pero, en cambio, comienza a sentirla de manera acuciante tras la embolia sufrida por su progenitor. De repente, es madre de su padre y se ve en la tesitura de replicar los exigentes patrones de su propia madre ausente. Adriana comienza a atisbar que dentro de poco será ella la dueña de todo ese patrimonio de voces que piden habitarla, la rara herencia de la memoria. «Cuando los hijos empiezan a ser padres de sus padres, ¿comienzan a estar definitivamente solos?», se pregunta la narradora. A tenor de este libro, no: no quedan solos sino a merced de voces, tics, presencias, automatismos y reflejos de la sangre.

Portada «La voces de Adriana» de Elvira Navarro

literatura random house / 144 págs.

Las voces de Adriana

Elvira Navarro

Esta cuestión, la de la herencia y la memoria, la de la familia, su sentido y su funcionamiento, y su lugar en uno mismo, no es nueva sino antes bien muy frecuente en la narrativa contemporánea. Hay una clara obsesión en novelistas que ya andan por la cuarentena en dar voz a ese entramado e incluso en significar los espacios en que se desarrollaron las historias familiares que acaban pesando sobre nosotros, muchas de ellas aún enraizadas en la Guerra Civil. En el último año, por poner dos ejemplos, encontramos esta dinámica en Nosotras ya no estaremos (Lola Mascarell) y La Bajamar (Aroa Moreno), donde casas y paisajes de antaño se reflejan en los protagonistas y los secretos familiares emergen del silencio inveterado.

Navarro participa de esta preocupación con una novela en tres tiempos. La primera parte, «El padre», recorre la convivencia con el progenitor tras la muerte de su esposa y hasta el momento en que la embolia lo deja en situación de dependencia. Un padre vitalista que bucea en Meetic en busca del amor y sigue siendo en cierto modo el joven buscavidas que salió a ganarse la vida en los hoteles de la costa, ahora observado y juzgado por una mujer, su hija, que aún desconoce su lugar en el mundo.

La segunda parte, «La casa» podría ser un interludio impresionista e independiente sobre el pueblo de Badajoz en el que nació y donde fue enterrada la madre de Adriana, pero es más bien la antesala de la tercera parte, «Las voces», un diálogo a tres entre abuela, madre e hija en el que cada cual interpreta su papel y su vida y lo pone en relación con el todo.

Frente a un inicio más convencional en lo narrativo (aunque Navarro intercala divertidas pero tristes escenas imaginadas por Adriana), en las dos partes finales se apodera del libro un aliento muy Virginia Woolf que puede resultar descompensado para algunos: Como en Al faro o Las olas, los personajes hablan en abstracto y los espacios cobran vida.

Lo más interesante del acercamiento de la autora andaluza a este tema tan en boga de la memoria y la herencia familiar es su capacidad de empatía, que, en su caso, no es validar a los personajes ni salvarlos de sus circunstancias sino dejar que hable su época por ellos sin juzgarlos. «He tenido siempre lo que quería porque lo que quería coincidía con lo que tocaba», afirma la abuela. Lo que tuvo y lo que tocaba puede no ser lo deseable hoy en día, pero Navarro no está aquí para sumarse al sermón intergeneracional en que se ha convertido una parte prominente y festejada de la narrativa contemporánea. Sencillamente plasma el material con que se hacen las vidas: inercia, errores, secretos, obligaciones y coyunturas.

Una vez compostado todo eso se forma un empaste sobre el que somos edificados y que al tiempo nos contiene y condiciona: la familia. Lo distintivo de Adriana, su papel en la cadena, es la necesidad como escritora de animar a los muertos y de escuchar las voces de las casas ya vacías. Es este un libro sobre la dependencia en el sentido más social del término (un padre que requiere cuidados, una hija que se pregunta cómo hacerlo) y sobre la interdependencia real y figurada de la sangre, el patrimonio inmaterial que nos transferimos a través de las generaciones como ese reloj antiquísimo al que a veces hay que ir dando cuerda.

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