'Castillos de fuego': el exilio interior de Martínez de Pisón
El autor plantea un gran fresco de todo tipo de supervivientes en el Madrid de la posguerra obligados a resituarse tras el fracaso de la República
Llega un momento en toda militancia política en que entra a pedradas la melancolía. El protagonista de El dueño del secreto (Antonio Muñoz Molina, 1994) se pregunta, por ejemplo, cómo habría sido su «otra vida» si, en lugar de esperar la «revolución franca y gozosa que no llegó a triunfar», hubiese hecho lo posible con lo que tenía, hubiera acomodado su ritmo a la historia.
Los personajes de Castillos de fuego, la nueva y monumental novela de Ignacio Martínez de Pisón, viven en directo esa escisión del tiempo, de las expectativas, se abren paso cansinamente por aquella ciudad de «más de un millón de cadáveres», que decía Dámaso Alonso, mientras esperan, desean y hasta confabulan para que el franquismo dure apenas dos tardes. Son personajes tristes arrollados por la primera posguerra. Los hay chivatos, profesores obligados a pedir el sitio que tenían, ladrones coyunturales, estraperlistas, resistentes, partisanos en la clandestinidad en pleno centro de Madrid. «Ahora sabéis lo que es la clandestinidad. La clandestinidad es disparar con fuego real. Y saber que te pueden detener o matar. Y confiscar dinero para el pueblo. Eso también es la clandestinidad. ¿O no?», dice un personaje.
seix barral / 704 págs.
Castillos de fuego
Castillos de fuego transcurre entre 1939 y 1945 y es una novela tan trepidante como íntima, muy cinematográfica, que discurre fácil de exterior a interior, de los hechos históricos y los grandes nombres (ya sean Franco o Ridruejo) a las azoteas, los portales, las mesas en los que uno, ante un vino peleón, declara sus pecados. Este paso es natural y la incursión de lo puramente histórico no resulta nunca forzada, que suele ser el gran punto débil de la novela histórica.
Es, por tanto, un fresco al estilo de Galdós que conquistará a quienes gustan de reconstrucciones muy trabajadas, casi documentales, con ecos de Baroja en el manejo de la acción y el trazo rápido, y donde destaca la aspiración de atrapar la atmósfera moral de un país en el que no caben las medias tintas y para sobrevivir hay que adoptar el traje del vencedor: «Él nunca ha sido ni rojo ni nada. El problema es que ahora no ser nada es como ser rojo».
Una novela tan trepidante como íntima, muy cinematográfica, que discurre fácil de exterior a interior, de los hechos históricos y los grandes nombres, a las azoteas, los portales
Martínez de Pisón es un escritor de solvencia contrastada a la hora de viajar en el tiempo, de la Guerra Civil a la Posguerra, de Barcelona a Marruecos, para depurar una época sin renunciar al dibujo de los personajes. En el caso de Castillos de fuego sorprende la enorme disciplina del autor para encarar un proyecto tan voluminoso en tiempos que van hacia todo lo contrario. Y sorprende que, dentro su cronograma, no haga concesiones a una estética más en boga. Esto es un fuerte y es una desventaja, dependiendo del tipo de lector.
La empatía que busca Martínez de Pisón va más allá de lo que puede explicarse con un monólogo interior porque en este libro habla también un período histórico. Esa frialdad narrativa es, entonces, necesaria. Y no es en realidad fría. Más bien humanista, también neorrealista. Pero puede darse el caso de que alguien se sienta desconcertado esperando que Martínez de Pisón lo sorprenda. Y no es aquí la cosa.
Lo que sí es imposible es zafarse de un regusto muy amargo, el de los vencidos obligados a imaginar una vida entre los vencedores, el largo lamento del exilio interior, mucho menos conocido y mucho menos propagandístico que el del exterior. Los que se quedaron obligados a hacer lo que podían con lo que tenían y, al mismo tiempo, fabular con otra cosa. «A veces pienso que no estamos viviendo la vida que nos corresponde, que esa vida no está donde tiene que estar, sino en otro sitio», señala un personaje. Esa sensación se va acentuando con el paso de las páginas y la destrucción de las esperanzas. Ni siquiera la Segunda Guerra Mundial ha abierto en casa el frente que esperaban los viejos republicanos. Toca hacer lo posible. Y lo posible es para muchos de ellos (como Eloy, militante clandestino), hacer cosas terribles.