'Plegaria para pirómanos': Eloy Tizón sale a quemar cosas
El escritor reincide, diez años después, en el relato con esta colección alucinada y fragmentaria en la que cuestiona nuestra identidad
Hace poco estuve en una conferencia de Enrique Vila-Matas en un edificio curioso, en los bajos de un parque y al pie de un rascacielos (me gusta pensar que eso significa algo). Pero lo importante, en realidad, no es el edificio, sino el tema escogido por el barcelonés para glosar su carrera y las circunstancias o pasiones que lo llevaron a la escritura. Vila-Matas tituló su ponencia Deseo de convertirse en indio, que es un poema atropellado y desconcertante, bellísimo, de Franz Kafka. Dice así:
«Si pudiera ser un indio, ahora mismo, y sobre un caballo a todo galope, con el cuerpo inclinado y suspendido en el aire, estremeciéndome sobre el suelo oscilante, hasta dejar las espuelas, pues no tenía espuelas, hasta tirar las riendas, pues no tenía riendas, y sólo viendo ante mí un paisaje como una pradera segada, ya sin el cuello y sin la cabeza del caballo».
Al cerrar el libro de Eloy Tizón, Plegaria para pirómanos, recuerdo el poema de Kafka y se me ocurre que es éste un autor que escribe con la secreta aspiración de cabalgar sin espuelas, sin riendas, sin cuello ni cabeza de caballo. Si pudiera eliminaría el propio soporte del cuento. La idea de cuento. La idea.
páginas de espuma / 192 págs.
Plegaria para pirómanos
A Eloy Tizón (Madrid, 1964) se le venera de lejos en esto del cuentismo hispanoamericano. Ha adquirido la condición de autor de culto, lo que significa que los que están en el ajo se reconocen orgullosos como una happy few. A Tizón se le estima, además, por cultivar con fidelidad un género minoritario, el relato, y que sus colecciones se publiquen cada diez años es otra de esas cosas que han hecho de él un tipo prestigioso en un gremio cada vez más espídico.
Plegaria para pirómanos comprende nueve relatos, varios de ellos con un tal Erizo, una suerte de alter ego del autor, como protagonista o como merodeador. El tal Erizo incluso plantea algo que podría entenderse como una poética de estos cuentos en el primero de ellos, Grafía: «Escribir un libro es perseguir el fantasma de un libro». En el siguiente cuento, El fango que suspira, se lee: «Por más esfuerzos que haces no hay personaje. Ni historia que valga. No hay trama. Ningún giro imprevisto. Ningún arco emocional ni epifanía transformadora».
Los relatos de Tizón tienen ese virtuosismo para la extrañeza de su gran referente, Julio Cortázar. El autor se vale del fragmento, de la elipsis, de la perspectiva para alejarse de una escena o un protagonista de manera aparentemente lúdica. El propósito se parece a borrar con tachones, a diluir los contornos.
Hacia la mitad de esta colección, que tiene su progresión y su unidad general, las cadenas se rompen: vemos alejarse la crin del caballo y luego el caballo entero a medida que leemos. Son los relatos más poéticos; a veces, rozan la escritura automática. Son también los más lisérgicos y alucinados, como Cárpatos. Poco a poco, a pesar de su carácter elusivo, trabamos algo así como una amistad o una empatía hacia Erizo, un escritor que no llega a escritor, que ama a escritores que no llegan a nada.
Tizón, como si fuera Erizo, ha escrito un libro de culto, para lectores que seguramente sientan la necesidad de escribir una vez leídas estas páginas. Con lo bueno y lo malo, el autor de Plegaria para pirómanos es un escritor de escritores. Lleva 30 años siéndolo, desde Velocidad en los jardines (Anagrama, 1992). ¿Habrá que esperar ahora otros diez años?