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Portada de 'Esperanza de España', de Manuel García Morente

Portada de 'Esperanza de España', de Manuel García Morente

El caballero cristiano que defiende en todo el mundo la dignidad humana y el Evangelio

Dos conferencias de García Morente (pronunciadas en Tetuán en 1934, y en Madrid en 1942) en que se aprecian los fundamentos de su filosofía y su visión de España, y también su evolución y el impacto profundo de la fe

Manuel García Morente (1886–1942) es una de las figuras intelectuales más destacadas del siglo XX, junto con nombres como Xavier Zubiri y Ramón Menéndez Pidal, entre otros muchos. La mayor parte de su vida ejerció un pensamiento que, a pesar de ciertas influencias como la de Kant o Bergson, buscaba la superación de estructuras demasiado racionalistas e idealistas. Su originalidad y su didactismo se conjugaban con su falta de vida religiosa –el fallecimiento de su madre, además del peso de su formación laicista, lo alejó de la fe católica. Entre las personas con quienes trabó intensa relación cabe mencionarse a Ortega y Gasset, Julián Besteiro o Francisco Giner de los Ríos. Tradujo a filósofos como Kant, Husserl, Descartes, Leibniz, Spengler La decadencia de Occidente quizá sea su traducción más célebre–, y en 1912 obtuvo la cátedra de Ética de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central de Madrid (actual Universidad Complutense). Era el catedrático más joven de España. Durante la II República, ejerció el cargo de decano en esa Facultad. Sin embargo, al comenzar la Guerra Civil, fue destituido e incluso se lo despojó de su cátedra. Su sucesor en el decanato fue, precisamente, Besteiro. Justo el día en que traspasaba el cargo a Besteiro, se enteró del asesinato de su yerno, que era miembro de la Adoración Nocturna. Aquello lo conmocionó –parece ser que se desmayó– y abrió en García Morente un proceso de honda revisión espiritual. Poco después, se exilió a París, donde se reunió al cabo de unos meses con sus hijas (ya en 1937).

Portada de 'Esperanza de España', de Manuel García Morente

Ediciones Encuentro (2024). 150 páginas

Esperanza de España

Manuel García Morente

Desde 1923 el filósofo era viudo. Tanto su difunta esposa, como su difunta madre y sus hijas eran mujeres de fe. Y García Morente llevaba toda su vida indagando en búsqueda de la verdad. A finales de abril de 1937, en plena noche, escuchó por la radio una pieza musical. Era un fragmento de La infancia de Cristo, de Hector Berlioz. Dos generaciones más tarde, un joven Erik Varden también se sentirá muy impactado por una composición parecida: «Siendo un adolescente, la ‘Segunda Sinfonía’ de Mahler despertó algo en mí, tocó una herida que yo desconocía». Durante aquella madrugada de finales de abril de 1937 –aquella melodía de La infancia de Cristo– se produjo lo que García Morente denominó «el hecho extraordinario». No sólo retornó a la fe. Al cabo de un año regresó a España y decidió comenzar su formación como seminarista. En diciembre de 1940 recibía la ordenación sacerdotal. A finales de 1942 fallecía.

En este libro, y en torno a qué es España, vemos a los dos García Morente. Son el mismo, pero se perciben notables cambios entre uno y otro. La primera parte del libro –tras una generosa y certera presentación a cargo de Jaime Urcelay— es la conferencia epónima de este volumen y la pronunció en el Teatro Nacional de Tetuán en enero de 1934. Formaba parte de una serie de conferencias de similar temática que García Morente impartió durante esas fechas en Tánger, Tetuán y Ceuta. La persona que invitaba a García Morente era Jacobo Bentata Sabah, un judío que se sentía tan patriota español como sionista, y que, además de presidir el Club Rotario de Tánger –entidad que organizaba la conferencia–, era representante de España en la Asamblea Legislativa internacional de aquella ciudad. El contenido de esta sesión titulada «Esperanza de España» sólo se conocía hasta la fecha gracias a una reseña aparecida en el diario El Sol (4 y 6 de enero de 1934) y a una edición de exigua –un folleto de veinticinco páginas con transcripción quizá concisa y no completa en detalles y acotaciones–, a cargo de los propios rotarios y en ese mismo año 1934.

En aquel enero de 1934, García Morente hablaba de una España que se hallaba en la cuarta de sus etapas históricas. Lo que definía, para el filósofo jienense, la esencia de España es su vocación civilizadora. Su oposición al islam, su filiación romana, su misión en América. Una identidad hidalga, de salvaguarda –allende sus fronteras– de la dignidad moral del ser humano. Y lo que lastra el presente de España es su repliegue ante un mundo que, desde hace dos o tres siglos, ha optado por unos valores diferentes. En esta conferencia, si bien observamos las líneas esenciales de García Morente, y su confluencia o sintonía implícita con autores como Claudio Sánchez–Albornoz –aunque los intelectuales que cita son Unamuno, Ortega y Ganivet–, se advierten titubeos, algún circunloquio, falta de nitidez o de concreción última.

En cambio, en la conferencia de 1942 –apertura del curso académico en la Universidad Complutense dos meses antes de morir–, hay una emoción clara, un estilo más vibrante, una perspectiva más rica. No se trata sólo de un texto mucho más elaborado y extenso, sino que a lo que decía en 1934 –junto con matices, añadidos, correcciones, pulido– le inserta un nuevo y definitivo elemento: la fe. Su visión de la historia de España ya no es la del hidalgo y guía moral; ahora es la España del caballero cristiano que evangeliza el mundo. La vocación perenne de España –aparte de la coyuntural o temporal– es, para García Morente, la puesta al servicio de los designios de la Providencia, un proyecto siempre ecuménico y espiritual. Resulta obvio que el fervor de aquella España Nacional concede un contexto muy específico a esa conferencia de 1942, pero, con todo, se columbra una filosofía de la Historia de España que trasciende el momento. García Morente sale al paso de las visiones mecanicistas o deterministas de Hegel o de Spengler, y denuncia que, hasta entonces, se hubiera impuesto una filosofía y una historia que prescindían de Dios. No sólo ensalza la importancia de la libertad en la historia –«el hombre es simultáneamente actor y autor de su propia evolución», asegura–, y enmienda la plana –de manera implícita– a la Modernidad. Además, defiende la relevancia de la sucesión que supone el pasado y la convivencia que conlleva el presente –la historia es biografía, es dinámica, es biológica– y que supone evitar tanto la «reacción» como la «revolución».

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