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Javier Aranguren

Javier ArangurenJosé María Visiers

Agradecimiento y asombro ante cada pequeño suceso de la vida: del parque infantil a la lectura adulta

Preguntándose a menudo por qué, Aranguren ofrece una suerte de dietario sin fechas en el cual el protagonismo se reparte entre todos los figurantes de su vida, sus propios avatares, libros, películas y algo de paisajes

En una película, los personajes que hay de relleno, esos que, a lo sumo, realizan un gesto imperceptible para el espectador, son figurantes. Están ahí para aparentar que el restaurante en que cenan los protagonistas está más o menos lleno; para que haya un número creíble de pasajeros en el vagón del metro; o para rodear de compañeros en su oficina a un personaje destacado. Es la cajera que le cobra al protagonista en el supermercado, o la taquillera que le vende la entrada del cine. A menudo, ni siquiera se los menciona en los títulos. Si acaso, se los incluye con denominaciones como «Taxista 1»; «Policía 2»; «Señora canosa». Algo similar acontece en nuestras vidas y es lo que constituye el tema de este nuevo libro del profesor Javier Aranguren (Universidad Francisco de Vitoria) y que le valió un accésit del I Premio de ensayo Sapientia Cordis, convocado por CEU Ediciones. Autor prolífico –este año ha publicado ¿Qué es un ser humano? (Rialp) y en 2022 Sociales o salvajes (Rialp)–, nacido en Madrid hace más de medio siglo –aunque le gusta ejercer de bilbaíno–, ha residido, durante largas temporadas, en Pamplona, Roma y la capital de Vizcaya.

Figurantes portada

CEU EDICIONES (2004). 387 PÁGINAS

Figurantes

Javier Aranguren

En este volumen que no se atiene a ninguna etiqueta al uso, Aranguren ofrece una suerte de dietario sin fechas en el cual el protagonismo se reparte entre todos los figurantes de su vida, sus propios avatares, lecturas, películas y algo de paisajes. Guecho, El Viso, las fuentes romanas, el monte, la horrenda iglesia que hay frente a Nuevos Ministerios. Aranguren, narrando sus accidentes cuando era un chiquillo y cuando es adulto, comentando sus varias enfermedades, hablando de sus alumnos, de su familia, de sus amigos, procura atisbar una serie de respuestas a esa aparente dicotomía: la existencia es puro fluir; todo lo importante permanece inalterable. Lo que une cada epígrafe de este libro –algunos de una línea, como «Sinceridad: tomar el sol por dentro»; otros de varias páginas, como el dedicado a El árbol de la vida, de Terrence Malick– es su actitud de observación y de disfrute de la realidad, con sus tonos y sabores exactos. Por estas páginas hay dolor, hay alegrías, hay muertes, cercanía a la muerte, un atentado terrorista en Kenia, y un intento de seguir aquel consejo evangélico: «Sed como niños». Y la sensación de culpa que a veces supone seguir en este mundo, como le cuenta Nando Parrado, uno de aquellos supervivientes del accidente aéreo en los Andes (octubre de 1972), peripecia que, entre otras ocasiones, se ha recreado en ¡Viven! (Frank Marshall, 1993).

Encontramos citas de Agustín de Hipona, de Hume, de Higino Marín. Tintín, Gómez Dávila, Leonardo Polo. El bullying en los colegios y la melancolía de la lluvia otoñal vista desde dentro de un aula. Reflexiones sobre los libros de Tolstoi y de cien escritores más. Leyes del aborto, la Camboya de Pol Pot y la irrupción de las redes sociales y el whatsapp. Y largometrajes y series. Y fútbol, que no le fascina, precisamente:

«La ciudad estaba profundamente cargada con himnos […] Se trata de un modelo de unidad que recuerda de forma inevitable la estética totalitaria: un ideal, una épica, esos colores, imposibilitan el disenso sin convertirte en traidor, imposibilitan la indiferencia […] He visto a la gente hacerse masa al corear el himno, les he olido bebiendo ingentes cantidades de alcohol barato, les he observado orinando en las puertas cerradas de los garajes oscuros antes del desfile».

Y política: «Día aburrido en el que todo es gris: el cielo, el agua, los comicios [… Un político] nos habla de su esposa, que trabaja como concejala y tiene un hermano del aparato del partido que al mismo tiempo está de consejero de varias empresas importantes de la zona».

Este recorrido amplio y agradecido de Aranguren alterna el elogio con la crítica. Se lamenta de un sistema educativo en el que apenas importa el estudio y las Humanidades –Nuccio Ordine aparece aquí en varios momentos–, pues todo lo fía al mero aprobado o la colección de calificaciones que acarreen alguna utilidad tangible. Como Pla, el remedio de Aranguren es la suave ironía: «¿Dónde tienen los libros de Platón?», pregunta este profesor en una librería tan enorme como comercial. Y, carcajeándose, le responde una dependienta: «¿Platón?, ¡pero si ese está muerto!». Sin embargo, la ironía habla mucho del propio autor: «Cuidé de dos perros que despreciaba por dóciles». Por eso, el propio Aranguren sabe que una de las lecciones que ha aprendido a lo largo de sus 55 años es la humildad: «Ayer hojeé mi tesis doctoral. Volví a asombrarme por la facilidad de redacción, por la de páginas que le sobran, por el extenso apartado crítico, porque yo hubiera trabajado tanto en un producto destinado para el almacén».

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