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Josep Maria Esquirol, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona

Josep Maria Esquirol, en el Centro de Cultura Contemporánea de BarcelonaMiquel Taverna

'La escuela del alma', de Josep María Esquirol

Felices los que lean y custodien la sabiduría de esta escuela

«Hay casa porque hay intemperie. Y la intemperie pide amparo.

Hay escuela porque hay mundo. Y el mundo pide atención.

Hay casa y hay escuela porque, en el amparo y en la atención, cada uno puede hacer camino y madurar, para dar fruto.

¿Qué tipo de fruto? Más casa y más mundo»

Portada La escuela del alma

Acantilado (2024). 192 Páginas

La escuela del alma. De la forma de educar, a la manera de vivir

Josep Maria Esquirol

Con estas palabras verdaderas comienza la nota introductoria con que Josep Maria Esquirol (Sant Joan de Mediona, 1963), premio Nacional de Ensayo por La resistencia íntima (2015), inicia La escuela del alma. De la forma de educar a la manera de vivir. Con una trayectoria filosófica sólida, que le ha llevado a articular un pensamiento que aboga por la proximidad y la sencillez de la vida, el catedrático de Filosofía de la Universitat de Barcelona cultiva y reivindica la no-indiferencia que proviene de prestar atención al mundo que se nos manifiesta: «Cuanta más atención, más manifestación de las cosas del mundo y más maduración del alma».

Ante la desorientación, la homogeneización y la falta de sentido de la sociedad contemporánea, ante el empobrecimiento de la experiencia que se deriva de la colonización de las pantallas y ante la crisis que sufren las instituciones educativas, que convierten la tarea de educar en una cuestión meramente técnica, el autor de La penúltima bondad. Ensayo sobre la vida humana (2018) reclama para la escuela (institutos, universidades, u otros lugares insospechados que pueden ser auténticas escuelas de vida) el cultivo del espíritu y del alma que permita a la persona alcanzar la madurez y los frutos que de ella se derivan.

Tras la Segunda Guerra Mundial, Theodor W. Adorno, en la conferencia «La educación después de Auschwitz», lejos de ofrecer un programa exhaustivo de recomendaciones, transmite dos ideas fundamentales: la educación ha de ayudar a que los jóvenes sean cada vez más reflexivos y a evitar toda manifestación de frialdad. Dado que la situación del ser humano es encontrarse al descubierto, Esquirol defiende que la escuela es el lugar donde se ha de producir la iniciación al cuidado; es un lugar de resistencia (una altertopía) frente a las fuerzas hegemónicas o al pensamiento dominante, donde cada alma, sin prisas, se entrena a sí misma en prestar atención a las cosas del mundo y a los demás, con el fin de procurar que haya lugar para lo otro, para la contemplación y la bondad.

Siguiendo la tesis de Simone Weil y de Paul Celan acerca de cómo la atención permite que el hombre cultive la hondura de espíritu y que algo bueno nos llegue «a modo de regalo», considera el autor que la gran amenaza del mundo contemporáneo es la indiferencia, pues es «la amenaza de la inhumanidad, de la frialdad, de la insensibilidad, de la oscuridad, de la confusión y de cualquier tipo de totalitarismo». Y, por lo tanto, educar ha de consistir en llevar al alumno de la proximidad de lo visible hacia lo invisible que no se manifiesta y que está detrás, hacia la hondura de lo humano que solo la plegaria de la atención alcanza en cualquiera de sus modalidades, incluidos el estudio y la investigación, pues ambas son «una prolongación de la mirada atenta sobre las cosas del mundo».

Lejos de la competitividad y del individualismo, de los beneficios y los resultados, la escuela no debe tanto estar al servicio de la sociedad para satisfacer sus exigencias como para configurarla. Como va delimitando a lo largo de la obra el autor de El respeto o la mirada atenta (2006) o de El respirar de los días (2009), la escuela ha de aportar la diferencia que ofrece una propuesta transformadora y ha de convertirse en una manera de vivir de maestros y discípulos. En esta comunidad de vida hay lugar para lo otro, para tomarse tiempo y ocuparse de las cosas mismas, para despertar las vocaciones dormidas y desbrozar «metas perdidas bajo las ramas y la hojarasca», para hacer el bien y gozar del estudio y de la enseñanza, para reconocer que lo bello más que explicado debe ser atendido y admirado. La verdadera escuela es la que propicia e inspira el encuentro con el maestro, que nunca termina, pues pide siempre un reencuentro. Ante la crisis cultural y educativa y el nihilismo imperante, las instituciones educativas no deberían tener más que una única prioridad, cuidar a los buenos maestros: «saber cuáles son las personas más idóneas para hacer del lugar lugar. Y cuidar a estas personas, para que ellas puedan cuidar de los encuentros. Esto es la cultura de la escuela, es decir, el cultivo del lugar para que la escuela sea escuela».

Atención, cuidado y contemplación merece la lectura de La escuela del alma. De la forma de educar a la manera de vivir. Son muchos los temas abordados y muchas las líneas que me harían falta para reseñarlo y para mostrar toda la verdad con la que el maestro Esquirol magnánimamente nos regala. Felices serán los que, tras el umbral de estas páginas, encuentren un maestro y una enseñanza clara: «En la era de la confusión, esforzarse por la verdad es hacer que las cosas sean lo que son, que el mundo sea mundo, que la vida sea vida».

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