Crítica musical
Un nuevo «Tenorio», cuando el seductor aburre hasta a las piedras
La reciente visión del veterano compositor Tomás Marco sobre el eterno mito español, estrenada en el Teatro Real, desaprovecha todas sus ricas posibilidades
Cuando llegas al teatro y, un vez en la sala, te encuentras con el enorme escenario acotado. Su único, limitado espacio ocupado por unos burros con ropa, una máquina de bebidas, un par de mesas de maquillaje y una pantalla grande, todo en heterogénea disposición, la intuición ya te señala que lo que allí se dispone a representarse no va a suponer un auténtico acontecimiento de esos que suelen ocupar el espacio principal de las secciones de cultura de los diarios. Aunque aquí la rebaja ya viene implícita en el propio título, como «ópera de cámara», casi una advertencia para no aguardar algo grandioso.
El grueso del dinero parece que se lo han gastado ya en la producción inmediatamente anterior
El grueso del dinero parece que se lo han gastado ya en la producción inmediatamente anterior, en este caso, Los maestros cantores de Richard Wagner, así que ahora se recurre al «low cost». De ese modo se cubre el expediente de la «nueva creación», española por más señas, con lo cual el compromiso sobre el papel parece aun mayor: se estrena la obra de un compositor de casa, se atienden los justos reclamos de un gremio a menudo olvidado. Porque de lo contrario, la institución, en este caso el Teatro Real, correría el peligro de contribuir a eso que los esnobs, rasgándose las vestiduras, llaman la «museización» de la ópera: como si el Prado, la primera pinacoteca del país, en su labor de conservación y divulgación de uno de los mayores patrimonios históricos de la humanidad, no dejara de recibir miles de visitantes cada semana dispuestos a dejarse seducir, acaso más de una vez, por el genio de los auténticos titanes del Arte.
España, poseedora de tres mitos eternos
Y por supuesto, bien está que se le ofrezca al público, entre el menú de sus obras favoritas, algunas novedades. El problema surge cuando el propio teatro no parece creer demasiado en ellas, como ocurre con este «Tenorio» de Tomás Marco, programado seguramente más por ese afán en adornarse y guardar la ropa que por el limitado interés que suscita una obra planteada como una suerte de pesado diálogo con varias de las obras maestras que ha inspirado la leyenda del burlador. Porque, como ya apuntara Víctor Said Armesto, «de todas las ficciones poéticas que la musa dramática lanzó al mundo en los últimos tres siglos, ninguna como Don Juan tuvo tan larga descendencia, ninguna inspiró a tantos artistas, ni provocó, con tan total y rápido deslumbramiento, el aplauso del público». Y aún seguimos ahí felizmente, aunque esta vez no sea el caso. Desde luego, si otro país dispusiera de tres mitos tan cercanos y universales como el Quijote, Don Juan y Carmen (el caso español), habrían sabido construir en torno de ellos toda una formidable industria cultural, explotada a cada minuto.
La propuesta de Tomás Marco provoca en el espectador, más que esa chispa que reconoce el ingenio, un infinito bostezo
Conviene aclarar rápidamente que aquí ese «deslumbramiento» al que aludía Said Sarmiento en su libro sobre el seductor, no se da jamás. No, desde luego, ni por asomo, como tantas veces, sean las que sean, en las que volvemos a sumergirnos en esa suerte de trance con el que Mozart nos cautiva durante la última aparición en escena del comendador en su Don Giovanni, un estremecimiento incomparable, que tiene que ver con la propia música y su adecuación al contexto dramático, pero también con la apelación directa que nos conecta, a cada uno de nosotros individualmente, con el mito y sus posibles significados. «¿Qué hacemos con el mito de Don Juan?», se interroga el autor de uno de los textos que acompañan a esta nueva aproximación al conquistador, ahora, en Madrid. Nada, si es posible, dejarlo tal cual, para que podamos continuar extrayendo nuestras propias conclusiones por los siglos de los siglos sin tutelas, advertencias o superfluas puestas al día si vienen dictadas por los censores de turno.
Tomás Marco, creador muy presente estos días, pretende dialogar con quienes, antes que él, conformaron alguna de las distintas versiones poéticas que existen del legendario personaje, desde Tirso de Molina, quien al parecer encontró sus orígenes durante una larga estadía en Santo Domingo, al vincularlo con un libertino descendiente de otro célebre conquistador, Cristóbal Colón, hasta Peter Handke, pasando por Mozart, Moliére, Zorrilla, … Pero su propuesta provoca en el espectador, más que esa chispa que reconoce el ingenio, suscita la duda que induce al pensamiento, se deja seducir mediante la belleza o pone en marcha cualquier otro de los sutiles mecanismos de la poderosa mente, un infinito bostezo.
El discurso se pierde entre citas de frío intelectualismo
Sus citas, tanto las musicales como las que brotan del bien escrito libreto, se pierden por el camino de un gélido intelectualismo que podría dar para un tertulia de café, sin aún existieran, entre doctos conocedores de la materia, una charla entre entrañables académicos, pero que no hace más que alejar al público común de su propuesta: ni el drama conmueve ni la comedia conlleva la más mínima sonrisa.
Después de hora y media de marear la perdiz, el espectador acaba exhausto, lo cual no ocurre ni por asomo con las cinco de Wagner que estos días nos ha ofrecido el Real: en los Maestros el tiempo pasa volando entre una música que eleva, emociona y comunica; unos personajes magníficamente caracterizados y la fuerza del canto, que no tiene que ser necesariamente melódico, pero al menos debe transmitir algo radicalmente distinto a un soporífero aburrimiento, por más que venga este adornado por ilustradas citas a los procedimientos y maestros de nuestro extraordinario siglo de oro musical, vueltas de tuerca al antaño resplandeciente madrigal, tenues reflejos de Mozart y refritos de los conocidos textos de los autores anteriormente mencionados.
Con los escasos recursos que los teatros españoles suelen disponer para este tipo de compromisos en los que no se juegan más que una mínima parte de su prestigio (sólo el que se concede la propia comunidad de los compositores bendecidos por la ignota política de encargos y sus poco numerosos, y cada vez menos ruidosos, partidarios), se le concedió a la Agrupación Señor Serrano la posibilidad de otorgar a una pieza de acción, más volcada hacia el interior, una puesta en escena coherente con sus ideas y necesidades.
Una acción desdoblada para el rodaje de un supuesto filme
Hicieron lo que buenamente pudieron. Desdoblaron la acción, insertando las pretendidamente filosóficas, en ocasiones, reflexiones y andanzas del burlador en el supuesto rodaje de un filme. De ese modo, el protagonista y su personaje dan vida al incorregible seductor, que lo mismo enamora a doña Inés que se camela a la encargada de vestuario durante la producción. Mediante el empleo de un croma, seguimos en tiempo real la filmación, en cuyas imágenes se incluye ya el decorado, a la vez que la pantalla se emplea en otros instantes para mostrar distintos objetos del decorado (una foto de Julio Iglesias del actor principal) o apuntalar acciones secundarias.
De nuevo los esnobs nos informan de que este empleo del vídeo (que lleva ya algunos años utilizándose con mejor y peor fortuna en todo tipo de montajes con sello vanguardista) «acompaña al espectador a seguir la pieza y las relaciones entre los personajes de una manera multifocal y casi inmersiva». Interesantísimo, sin duda, si sirviera de algo. La proliferación de imágenes no van más allá de eso que el gran Víctor Erice denomina tan adecuadamente como «masaje para la vista». Solo que aquí ni siquiera adquieren tal rudimentaria condición: su inanidad no redime al espectador del hartazgo, mientras consulta a hurtadillas el reloj por ver cuánto le queda a la cosa.
El más esforzado de todos, Joan Martín Royo, barítono de timbre claro y potencia limitada que rinde con pasión
Cumplen los cantantes, entregados a la noble causa de intentar hacer creíbles unos personajes sin relieve ni espesor. El más esforzado de todos, Joan Martín Royo, barítono de timbre claro y potencia limitada que rinde con pasión, esforzándose por dotar de significado y convicción sus frases: particularmente inspirado se encuentra en el final, quizá lo mejor de toda la ópera, cuando don Juan se sitúa ya fatalmente frente al espejo de sus contradicciones. Óptimo el resto en sus respectivos cometidos, sobre todo el tenor Juan Francisco Gatell y la soprano Adriana González, de voz no muy grande ni particularmente bella, pero bien emitida.
Santiago Serrate ejerció de entregado director musical
Para el coro, quizá también por ver de ahorrar, se echó mano de los chicos del Programa Crescendo, jóvenes cantantes que prosiguen su formación en el propio teatro, a la espera de auténticas oportunidades que rara vez se materializan más allá de estos empeños singulares. La Orquesta, de dimensiones camerísticas, estuvo formada por estupendos músicos de la Sinfónica de Madrid. Artífice del buen funcionamiento de todas las piezas integradas para correcto gobierno de este peculiar viaje ha sido Santiago Serrate, su director musical, muy implicado en todos los detalles, siempre atento a cada entrada, modelando convenientemente el casi siempre plúmbeo, monótono (salvo en un par de contadas ocasiones, por ejemplo, en una suerte de lírico interludio con protagonismo de la cuerda) discurso musical y acompañando fielmente a las voces.
¿Cuántos de estos títulos que los propios programadores consideran en privado «veneno para la taquilla» se sostendrían por sí solos?
Un apunte final. ¿Cuántos de estos títulos que los propios programadores consideran en privado «veneno para la taquilla» se sostendrían por sí solos en los carteles de los teatros si, como ocurre la mayoría de las veces, no se «obligara» a los abonados a degustarlos como compensación por los que verdaderamente prefieren y están dispuestos gastarse sus cuartos? ¿Acaso no hay obras compuestas hoy capaces de conectar con la sensibilidad y las apetencias del gran público? Por supuesto, pero la búsqueda de las mismas exige precisamente ir más allá del conformismo que supone apuntar hacia los nombres más visibles de un falso canon, puesto que no obedece a ningún criterio lógico: esos mismos nombres que tanto se repiten, en muchas ocasiones cortándole el paso a otros que sin duda merecerían siquiera una mínima oportunidad de poder darse a conocer, lo hacen más por el peso de la inercia, por la fuerza de la costumbre (y a veces hasta simplemente por su propia constancia a la hora de intentar imponerse), que por méritos propios.