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César Wonenburger
Historias de la músicaCésar Wonenburger

'El Mesías', la bella cantante y el perdón

El triunfal estreno del oratorio más popular de G.F. Händel, en Dublín, dio lugar a uno de los episodios más sorprendentes, con la mejor actriz inglesa de su tiempo como protagonista

Actualizada 04:30

Handel y Cibber

Georg Friedrich Händel y la cantante Susanna Cibber

El idilio que Londres mantuvo con Händel no fue permanente. Como las grandes historias de amor también conoció sus altibajos. El alemán que se había enamorado de la ópera durante sus viajes por Italia, y decidió instalarse en la capital inglesa para ofrecerle sus mejores creaciones para la escena lírica, había perdido el favor del público en sus últimas temporadas.

Sus dramas ya no encajaban con los a menudo volubles gustos del público. Pero apenas superados los 50, en plena madurez artística de su potencia creadora, no era cosa de arrojar ya la toalla.

Por si fuera poco, los acreedores comenzaban a agobiarle. El regreso al hogar se había convertido en un tortuoso calvario de reclamaciones a cuenta del pago de las deudas contraídas en el desempeño de su actividad teatral.

Poco juicioso en esta materia, Händel alguna vez se había creído empresario. Y en lugar de resignarse únicamente a servir los grandes éxitos de cada temporada, se propuso además producirlos al frente de varios teatros.

Como suele ocurrir cuando el beneficio no se deja en manos de auténticos profesionales, capaces de compensar su falta de cultura con acreditada destreza en el ámbito más terrenal del cálculo matemático, se arruinó.

Una inesperada invitación enviada desde Dublín

En algunos casos, a veces la provincia acude al rescate del desgraciado. Dublín no era precisamente como una más de estas: se encontraba en plena expansión urbanística, comercial y artística.

Pero no podía ser considerada como la cosmopolita Londres, centro musical del mundo en aquellos días. La fama de los grandes creadores que habían logrado triunfar en la gran capital seducía a los habitantes de otras ciudades menos pomposas, que anhelaban poder acogerlos en su seno, aunque fuese por unos días o semanas, para mostrarles respeto y admiración.

Los políticos lo sabían y, como siempre, los más listos tomaban buena nota para contratarlos y ofrecérselos a sus administrados.

William Cavendish, el lord Teniente de Irlanda, invitó a Händel para presentar algunas de sus obras allí, donde su fama le precedía.

El compositor cargó varias obras en el morral, entre las que incluyó algunas de las que mayor éxito le habían proporcionado anteriormente, como Acis y Galatea, la Oda para el día de Santa Cecilia, Esther y Saúl.

Con ellas se plantó en la isla vecina dispuesto a recibir los oportunos agasajos que le permitirían equilibrar su maltrecha economía. Pero aún faltaba una sorpresa. «Quiero ofrecer algo nuevo a esa nación generosa y correcta», había escrito.

Quizá como una manera de agradecimiento por su amabilidad, colocó, además, entre sus partituras ya interpretadas en otros lugares, toda una primicia para los irlandeses.

Antes de partir hacia allí, había estado trabajando en una nueva obra, inédita, realizada en apenas tres semanas. Desde que su frecuente colaborador literario, Charles Jennens, le hizo llegar una recopilación de textos bíblicos para un nuevo oratorio, esas obras músico-corales en las que había hallado un nuevo nicho de mercado frente a las más pesadas exigencias de la ópera, con su costosa parafernalia de decorados, vestuarios y otros recursos teatrales, su mente se concentró exclusivamente en la concepción de la que se convertiría en una de sus creaciones más reconocidas, El Mesías.

Una vieja amiga del autor aparece en escena

La noticia de que el artista ilustre recién llegado traía consigo una obra sin estrenar causó una gran expectación, que todavía añadió más interés y concedió aún mayor lustre a la visita.

Händel, mientras presentaba las otras obras aportadas, acogidas con extraordinario fervor, empezó a trabajar en el futuro estreno. Pusieron a su disposición una buena orquesta, que reuniría a los mejores músicos de la zona, y un coro más que competente. Faltaban los solistas vocales, pero hasta para eso tendría suerte.

Aquí los testimonios difieren. Hay quien apunta a que su buena amiga, la contralto Susanna Cibber, viajó hasta Dublín solamente ante la insistencia del autor, que deseaba contar con ella para el estreno.

Aunque la versión más plausible, coincidente con lo que aquí contamos, sugiere que la cantante ya se encontraba en la ciudad a la llegada de Händel, lo que resultó motivo de gran regocijo para él. Durante toda su carrera, el compositor mostró siempre gran empeño en encontrar a los intérpretes adecuados para cada caso, y exhibía además un interés especial por las voces femeninas.

Por el contenido de su animada biografía, lo más probable es que la joven Cibber, de 27 años, se encontrase ya en Irlanda cuando su amigo desembarcó en aquellas tierras. Al parecer se había refugiado allí, durante un tiempo, de los comentarios maliciosos, contrarios a su reputación que circulaban en Londres.

Varios enredos sentimentales, alguno de los cuales terminó en los tribunales, le habían llevado a protagonizar escándalos muy sonados que interferían en su vida pública de reconocida actriz y cantante.

Cibber logró destacarse como intérprete principal de algunos de los dramas más conocidos de su tiempo, y a la vez (algo que solo unas pocas han intentado en nuestro tiempo, sin tanta suerte) mantenía en paralelo una carrera como cantante que le permitía colaborar con autores musicales de la talla de Händel.

Ya de niña había mostrado inclinación por las tablas, pero su luego célebre hermano quiso también que estudiara música, y le ayudó con ello. Ambos eran hijos de un próspero comerciante muy conocido en Covent Garden, lo que había propiciado que el mayor, Thomas, se formara en el elitista Eton.

El hermano autor de 'Rule Britannia!', el himno de los Proms

Thomas Arne se labró un buen nombre como autor de varios dramas líricos para la escena inglesa. Pero su celebridad ha perdurado sobre todo como creador del célebre Rule Britannia!, esa suerte de himno (extraído de una de sus composiciones dramáticas) que glosa las virtudes militares del Imperio británico, apelando a su eterna grandeza.

Su popularidad era tal que solía interpretarse siempre, hasta hace poco, durante la última jornada de los «Proms» londinenses, en un clima distendido de extraordinaria euforia y emoción.

El público que llena el Royal Albert Hall, con un ánimo entre lúdico y festivo, para escuchar a los más afamados intérpretes de la música clásica en programas con obras que reúnen lo más popular con piezas del gran repertorio sinfónico, entonaba el Rule Britannia! a pleno pulmón para despedir el festival.

Pero hace varios años parece que alguien se molestó porque aquel cántico despertaba las peores pesadillas del colonialismo, fomentando de paso el ardor guerrero, y ya parece que lo prohibieron. En fin.

La hermana de su creador, la bella Susanna Maria, dotada de gran carisma, poseía una voz más bien modesta, pero de extensión considerable, que manejaba con una exquisita expresividad, pródiga en matices, lo que era muy celebrado por los compositores como Händel.

El discípulo de su hermano Thomas, Charles Burney, autor de obras tan conocidas como su Viaje musical por Francia e Italia en el siglo XVIII, y buen amigo de Samuel Johnson, se convirtió en uno de los mayores propagandistas de su talento, en sus célebres críticas.

Ella, en cambio, mostró desde el principio una mayor afinidad hacia el teatro de prosa, que se acrecentó al casarse con el hijo de una de los dramaturgos y actores más distinguidos de aquel tiempo, Colley Cibber.

Acusaciones de infidelidades y abusos para una pareja artística

El infeliz matrimonio con el también actor Theophilus Cibber concluyó en fiasco, aunque durante unos años la actriz se benefició de los contactos de su familia política que, añadidos a su extraordinario talento, la convirtieron en la principal intérprete teatral de su época, sobre todo en las obras de Shakespeare (su Desdémona se encuentra entre las más apreciadas).

El propio suegro le impartió clases de actuación para convertirla en la más deseada de las heroínas trágicas. Hasta que la propia tragedia se personó en el domicilio conyugal.

El marido, un manirroto que le empeñaba hasta sus vestidos para la escena y supuestamente también abusaba de ella, le alquiló una de las habitaciones a un joven inquilino, William Slopper, que con el tiempo se convertiría en parlamentario.

Parece que, en escaso tiempo, la familiaridad y confianza entre los tres habitantes dio paso a varios «menage a trois», aunque algunas voces refieren que, en realidad, fue el marido, Theophilus, el que obligó a Susanna, a punta de pistola, a participar en los tríos.

Hasta se cuenta que un espía se escondió en un armario del dormitorio para ofrecer su testimonio en el juicio que tendría lugar poco después. Cibber acusó al inquilino de haber abusado de su mujer y ganó. Luego, este y Susanna huyeron juntos y tuvieron una niña.

El esposo no se contentó con perderlos a ambos de vista, la demandó a ella alegando «crueldad» y frecuentes engaños. Pero la señora contraatacó presentándose como la víctima de un consorte despreocupado y abusador.

Los detalles más escabrosos de aquel drama conyugal hicieron las delicias del público, siempre ávido de chismes referidos a sus ídolos, aunque durante un tiempo dañaron la carrera de la actriz.

A Händel poco le interesaban aquellas habladurías. Al contrario, percibió como una bendición reencontrarse en aquellas circunstancias con la intérprete a la que había instruido, nota por nota (ella apenas leía música), en la primera interpretación de su oratorio Deborah, y con la que volvería a trabajar felizmente al cabo de los años en otras varias de sus muchas obras.

El compositor decide renunciar a los beneficios de su obra

Los ensayos transcurrieron sin contratiempos, en un clima de creciente expectación para los dublineses a medida que se iba desvelando el contenido. A Händel le solicitaron que renunciase a la taquilla del primero de los conciertos para destinarla a varias instituciones de caridad, incluidos los presos de una cárcel por motivos económicos y los pacientes de un par de hospitales.

El compositor no solo estuvo conforme, sino que pidió que la recaudación de todas las actuaciones del Mesías, en esos días, tuvieran exclusivamente fines benéficos.

El estreno se fijó para el 13 de abril de 1742. La prensa había calentado el acontecimiento con todo tipo de comentarios elogiosos.

En el Dublin News-Letter se afirmaba que lo último del compositor «según la opinión de los mejores jueces, supera de lejos todo lo que se conoce de esta naturaleza, presentado aquí o en otro reino cualquiera».

Para garantizar que pudiera acudir el mayor número de espectadores, se recomendó que las damas acudieran sin sus miriñaques y los hombres prescindieran de sus espadas.

La obra consta de tres partes que, como escribió Stefan Zweig en un relato novelado (algo fantasioso) sobre su creación, transforman «en eternidad lo que de mortal y transitorio había en la palabra valiéndose de la belleza y la exaltación».

Händel despliega todo su talento dramático para iluminar los distintos momentos del advenimiento de Cristo, desde la anunciación y su nacimiento para desembocar más adelante en la pasión.

El momento crucial de la resurrección, celebrada a través del popular ¡Aleluya! con su explosión jubilosa expresada por el coro y el imponente refuerzo de la aparición de las majestuosas trompetas, hizo levantarse de su asiento al Rey Jorge durante su siguiente interpretación en Londres.

Como alguien escribió en la reseña de aquella inaugural interpretación, «lo sublime, lo grande y lo tierno, adaptados a los textos más elevados, majestuosos y conmovedores, conspiraron para transportar y embelesar al corazón y al oído».

Todavía ahora, en esta época descreída, resulta así, como ha podido comprobarse este mismo fin de semana durante los conciertos de la Orquesta y el Coro Nacional, bajo la inspiradora batuta de Paul Agnew, en el Auditorio Nacional.

Y en medio del fervor popular, una inesperada absolución

El clima de extraordinaria excitación, asombro y dicha inalcanzables que debieron experimentar las cerca de 700 personas congregadas durante el estreno, explica una de las principales anécdotas que surgieron durante el acontecimiento. Y él fue despreciado es una de las arias más hondas, trágicas y desoladoras de toda la producción handeliana.

Durante la interpretación de El Mesías en el Musik Hall de la dublinesa Fishamble Street, le tocó cantarla a una contralto conocida del autor. Cuando Susanna Cibber concluyó su interpretación, el reverendo Dr. Delany, rector de San Patricio, se puso de pie y gritó: «¡Mujer, que todos tus pecados te sean perdonados por esto!».

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