Las pasiones, el consumo y el camino a la Tierra Prometida
El 'procés' secesionista en Cataluña rompió familias y amistades. Dejamos de hablarnos, abandonábamos o nos echaban de los grupos de WhatsApp o bien pactábamos un silencio gélido
«Muchas veces, …, nos oíamos el corazón, uno a otro, para ver el de quién daba golpes mayores y quería más de verdad», así recordaba Pedrito de Andía su noviazgo apenas debutado con Isabel en la hoy casi olvidada pero soberbia novela de Rafael Sánchez Mazas; «La nueva vida de Pedrito de Andía». En la Navidad del año diecisiete de siglo XXI centenares de miles de corazones de familias daban golpes de odio. También se daban por canceladas las existencias de seres hasta hacía poco queridos, casi tanto aunque de forma diferente a como hoy se quiere cancelar al autor de la novela citada a quien dio –justicia poética– otra nueva vida Javier Cercas cuando escribió «Soldados de Salamina».
El procés secesionista en Cataluña rompió familias y amistades. Dejamos de hablarnos, abandonábamos o nos echaban de los grupos de WhatsApp o bien pactábamos un silencio gélido y forzado sobre el golpe de estado como quien acuerda una zona de no agresión. Se necesitaron años de por medio y una pandemia que hizo aflorar acciones conjuntas impensables en la España de 2017 para que se volviesen a sentir los latidos buenos donde antes sólo se oyeron golpes de odio.
No todos pudieron recuperar el abrazo; a unos se los cobró la pandemia, a otros el calendario y, los menos, siguieron rehenes del odio. La mayoría de los que llenaron las diadas de los años previos al 1 de Octubre de 2017 habían encontrado un punto de fuga para salir del odio; paradójicamente las restricciones de movilidad de la pandemia ayudaron cuando las vacaciones de verano del 2020 los llevaron a visitar otros lugares de España; probablemente de donde emigraron en su momento padres y abuelos. Nos reconocimos libres e iguales.
Ahora, oyendo con atención y detenimiento la intervención en el debate de investidura del presidente Sánchez de Miriam Nogueras –portavoz de Junts– levantando acta del enfrentamiento entre españoles, del Poder Judicial como estamento de represión o del pactado referéndum de autodeterminación, es imposible no recordar los latidos de odio y las vidas rotas –algunas para siempre– de la Navidad de 2017.
Resulta tan difícil no recordar el desafecto como recuperar en nuestra memoria la reacción de una amplia mayoría de los consumidores del resto de España de cancelar sus compras de productos fabricados en Cataluña; mucho de ellos en las fábricas donde trabajan los amigos que conocieron en el verano de 2020 cuando las únicas fronteras abiertas que permitió la pandemia fueron las interiores. Efectivamente las compras también son una forma de expresar la identidad mostrando emociones de pertenencia.
La publicidad y el marketing a menudo se centran en la creación de asociaciones emocionales con productos o marcas. Las campañas publicitarias pueden apelar a emociones como la felicidad, la nostalgia o el amor para influir en el comportamiento de compra. Intervenciones como la de Miriam Nogueras o la retransmisión a cámara lenta de la doblegación del Estado español ante un prófugo de la justicia, son ejemplos de campañas de marketing que incitan determinantemente al rechazo.
Es el coste que los propios arquitectos del secesionismo llaman «costes de transición» a la independencia como los costes de travesía hasta llegar a la bíblica Tierra Prometida. Lamento la comparación pero sin la activa colaboración de la Jerarquía católica catalana desde los púlpitos y los colegios, el odio no hubiese tenido nunca tanta cabida en los corazones. Pastores del amor al prójimo se convirtieron en señaladores de los castellanoparlantes mientras colgaban banderas esteladas de los campanarios.
Hoy, los responsables de ventas de innumerables empresas catalanas son conscientes de que la humillación política, jurídica y moral a la que el presidente Sánchez ha sometido al conjunto de España a cambio de los votos independentistas les provocará un daño reputacional. Añadamos a lo anterior la inseguridad jurídica de un marco legal cambiante a golpe de vuelta de tuerca secesionista.
Hoy, los responsables de innumerables empresas catalanas son conscientes de la humillación política, jurídica y moral
El daño reputacional que acaba sufriendo una marca se debe a acciones o situaciones que generen una percepción negativa entre los que los economistas llaman «stakeholders», tales como clientes, empleados, inversionistas y la sociedad en general. Bien sea por escándalos éticos de su personal, por problemas de calidad en productos y servicios, o por la estigmatización del territorio lograda por los que se arrogan impunemente su representación, el resultado final es el rechazo a sus productos amparado en la soberanía de los clientes.
Es cierto que el daño es complicado de medir (aunque en los meses previos al 1 de octubre salieron de las sucursales bancarias catalanas más de 5.000 millones de euros), pero su alcance es prolongado a diferencia de otros riesgos empresariales. Los efectos del riesgo reputacional acostumbran a perdurar mucho tiempo. La reputación se construye gradualmente pero se puede perder de forma fulminante. Emociones y consumo se suelen relacionar de esta manera tan asimétrica.
Además, el riesgo reputacional se ve amplificado en entornos empresariales altamente competitivos, donde los competidores pueden aprovechar cualquier crisis reputacional para obtener ventaja y atraer la atención de los clientes. Tan es así que la mayoría de las empresas que mudaron su sede social de Cataluña descartan volver. Algunas lo han remarcado recientemente. Es el caso del Banco de Sabadell, a pesar de que sus cartas sigan enviándose a sus clientes con el remite de Polígono Industrial Can Sant Joan-Sena, 12 de Sant Cugat del Vallès.
- José Manuel Cansino es catedrático de Economía Aplicada de la Universidad de Sevilla, profesor de San Telmo Business School y académico de la Universidad Autónoma de Chile / @jmcansino