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Pan en un supermercado .

Pan en un supermercado .Europa Press

La reduflación resiste sin ley: menos cantidad, más debate y cero transparencia

Las compañías han desarrollado su creatividad para camuflar lo esencial: que el consumidor paga lo mismo por menos

Word sigue sin reconocer la palabra «reduflación», pese a haberse convertido en uno de los mecanismos de ahorro preferidos por el sector de la alimentación. Siempre cuanto más aire, mejor. También en las bolsas de Cheetos, aunque eso se traduzca en cierto ahogo para un alto porcentaje de la población.

Este truco comercial —que la OCU califica de «legal, pero opaco»— ha escalado en el debate político hasta convertirse en la nueva batalla regulatoria del PSOE y del Ministerio de Consumo. Porque, si bien no infringe ninguna norma, la reduflación se aprovecha de la laxitud regulatoria y de la inercia psicológica del consumidor, dado que los cambios de precio los percibimos más fácilmente que cualquier variación en tamaño o capacidad.

Esta práctica no es nueva. Lleva haciéndose durante siglos, pero es hoy cuando ha levantado la indignación a consecuencia de la coyuntura económica. En esta línea, la consultora Ipsos revela que un 60 % de los consumidores considera inaceptable la reduflación. Desgraciadamente, los productos en los que más se ha notado el fenómeno son los más protagonistas en nuestras despensas: hablamos de snacks, pan, pasta, arroz, dulces y comida precocinada. No obstante, la falta de transparencia no es exclusiva de la industria alimentaria, sino que también se extiende a los productos de limpieza.

En el caso de España, aunque el Instituto Nacional de Estadística (INE) ajusta los precios por unidad de medida en el cálculo del IPC, la reduflación puede pasar desapercibida si los cambios en el tamaño o peso de los productos no se reflejan claramente en el etiquetado o si los consumidores no los detectan. Esto puede llevar a una subestimación de la inflación real experimentada por los hogares, especialmente en productos de consumo habitual.

La CNMC ha subrayado que la asimetría de información —es decir, cuando el consumidor no puede comparar correctamente el valor de lo que compra— distorsiona el buen funcionamiento del mercado. Por su parte, la Comisión Europea también se ha pronunciado al respecto. Lo hizo en su nueva agenda para el refuerzo de los derechos del consumidor (2024-2029), donde menciona la necesidad de abordar las prácticas que «empaquetan como oferta lo que en realidad es una reducción de valor».

Mientras varios países han actuado al respecto, España sigue esperando que la iniciativa supere el periodo de enmiendas

Y es que la reduflación ya se ha detectado en varios países miembros, como Francia o Alemania, aunque ellos sí que han actuado ya al respecto. Mientras que los supermercados galos y las superficies húngaras con una facturación superior a 2,5 millones de euros están obligados a advertir de cualquier reducción desde hace un año, España sigue esperando que la iniciativa supere el periodo de enmiendas —el cual registra su sexta prórroga—. Atendiendo al ritmo parlamentario de la legislatura, resulta difícil prever que la ley contra la reduflación esté aprobada antes del verano. Aún peor, pero con ciertas probabilidades, es el escenario en el que el texto actual no prospere debido a la falta de consenso entre los partidos.

La futura normativa pretende la modificación de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios y propone la obligación de indicar, de forma visible y legible en el punto de venta, la reducción en la cantidad de producto envasado y el correspondiente aumento del precio por unidad de medida. Esta nueva imposición ha sido bien acogida por las asociaciones de consumidores, mientras que el sector empresarial ha mostrado reticencias, ya que la introducción de nuevos elementos informativos en los lineales supone un coste económico adicional, especialmente para los distribuidores.

El nuevo marco regulatorio presenta lagunas, como la manera de garantizar el cumplimiento o las sanciones específicas

«Si esta ley entra en vigor, las empresas podrían afrontar mayores costes administrativos para cumplir con las nuevas normativas, lo que podría llevar a ajustes en sus estrategias de precios o empaquetado», explica Patricia García, directora del máster en Dirección Financiera en ESIC Business & Marketing School. En paralelo, la directora alerta de que el nuevo contexto regulatorio «presenta algunas lagunas, como, por ejemplo, no abordar cómo se garantizará el cumplimiento ni las sanciones específicas para las empresas que no cumplan con estas disposiciones».

Rentabilidad o confianza

Mantener márgenes de beneficio en contextos de aumento de costos es la justificación empresarial y como es habitual en la dimensión capitalista que hemos construido, el ciudadano pierde —poder adquisitivo en este caso—. No obstante, esta estrategia no es inocua para las compañías porque erosiona la lealtad del consumidor.

Según un estudio de la compañía ServiceNow, España es el segundo país de Europa con mayor caída de la lealtad a las marcas (tan solo superado por Irlanda), siendo el aumento de precios y la disminución de calidad factores clave. En concreto, el 85 % de los consumidores españoles se consideran menos fieles a las marcas que hace dos años. «La percepción de deslealtad de la marca con el usuario puede provocar la pérdida de confianza y fomentar la huida hacia la marca blanca», aclara García.

Mentes en tiempos de crisis

Las compañías han desarrollado la creatividad para camuflar lo esencial: que el consumidor paga lo mismo por menos. La reduflación ha sido la primera, pero existen otras prácticas —también legales— que buscan mantener márgenes de beneficio sin aumentar ostensiblemente los precios, mientras deterioran, de manera silenciosa, la relación con el consumidor.

La cheapflación, siendo aún peor en términos de reputación, ha cogido velocidad. En este caso, las compañías ahorran en costes cambiando la esencia de sus productos: modifican las materias primas por otras que salen más baratas y que, habitualmente, tienen una peor calidad. Muy similar es la skimpflación, que implica reducir la calidad del servicio ofrecido sin modificar su precio. Esto puede manifestarse en tiempos de espera más largos o menor atención al cliente.

Aun siendo legales todas estas triquiñuelas comerciales, el gran dilema de los altos ejecutivos seguirá siendo si los beneficios inmediatos compensan el deterioro a largo plazo en la confianza del consumidor y la reputación de la marca. Aunque, como tantos otros, parecen confiar en que las crisis son solo pasajeras.

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