¡Viva la Constitución!
La inteligente y patriótica labor de Fernando Abril y Alfonso Guerra pudo reconducir las discrepancias hacia una zona de entendimiento
Celebramos hoy el aniversario de la aprobación de la Constitución por una amplia mayoría del pueblo español, el 91,8 por 100 de los votos emitidos. Era la primera vez en nuestra historia constitucional que la Carta Magna se sometía a referéndum del conjunto de los ciudadanos, lo cual, sin duda, le otorga un plus de legitimidad. El masivo voto favorable a la Constitución es prueba fehaciente de, acaso, la mayor virtud de nuestra «ley de leyes»: que fue obra del consenso, de un compromiso inteligente de las fuerzas políticas, sustentado en una voluntad de concordia nacional. Es lo que hemos venido llamando el «espíritu de la Transición». El pueblo español lo respaldó.
En día tan señalado en nuestra vida social y política no basta con la celebración. Es una buena ocasión para reflexionar, en las cruciales circunstancias que atravesamos, sobre lo que nuestra Constitución aporta a uno de los ámbitos más relevantes en que se desenvuelve una sociedad moderna: la educación. Dos tesis, con un corolario, me propongo defender en estas líneas. La primera es que, en materia educativa, disponemos de un texto armónico y equilibrado, altamente satisfactorio, que, incluso, me atrevo a calificar como el mejor modelo posible al servicio de nuestra convivencia nacional. La segunda, que, en contra de algunas voces que se propagan últimamente, los males que padece nuestra realidad educativa no hacen causa de la Constitución sino de comportamientos de los actores políticos que, guiados por anteponer intereses y concepciones de parte al diseño constitucional, sea por miopía o sea por deslealtad, se han desviado de los pilares, tan integradores como modernizadores, de la voluntad constitucional. El corolario es muy sencillo: los remedios de los males y deficiencias de nuestro sistema educativo solo pueden abordarse con la mirada puesta en la Constitución, con lealtad a los principios y valores sobre los que se asienta. Porque, en efecto, la Constitución encierra un programa educativo, que se plasmó en el «pacto constitucional», cuyo prolegómeno fueron los «Pactos de la Moncloa».
No fue fácil alcanzar aquel pacto. En los trabajos constituyentes se estuvo, en este punto, al borde de la ruptura. Pero la inteligente y patriótica labor de Fernando Abril y Alfonso Guerra pudo reconducir las discrepancias hacia una zona de entendimiento. El logro –gran logro– fue el artículo 27 de la Constitución, en el que por primera vez en la historia constitucional española han sido recogidos simultáneamente la libertad de enseñanza y el derecho a la educación como derechos públicos subjetivos con la máxima protección jurídica que nuestra Carta Magna otorga. La integración armónica de estos derechos impone que ninguno de ellos puede ser sacrificado a expensas del otro.
La libertad de enseñanza nos garantiza la libertad de creación de centros docentes y el derecho de los padres a elegir libremente en qué centros escolarizar a sus hijos y a que estos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones. El derecho a la educación, compromiso fundamental del Estado Social de Derecho, se despliega de forma muy potente, mediante la «obligatoriedad y gratuidad» de la enseñanza básica y la promoción de «la igualdad de oportunidades», con políticas que deben remover los obstáculos que la impidan o dificulten. Los profesores tienen garantizada la «libertad de cátedra» como baluarte frente a las injerencias adoctrinadoras del poder político y las Universidades gozan de la autonomía, que preserva su libertad académica.
El deficiente desarrollo del Estado de las Autonomías ha generado críticas a nuestro modelo constitucional por considerarlo incapaz de evitar la desvertebración de nuestro sistema educativo frente a las pulsiones nacionalistas y los excesos particularistas. Pero eso no es así. La Constitución otorga al Estado poderosas herramientas para mantener la cohesión del sistema educativo. El artículo 149. 30 confiere al Estado la competencia de «regular las condiciones de obtención» de los títulos académicos y profesionales, así como de «inspeccionar y homologar» el sistema educativo. Lo que ha ocurrido es que el Estado ha abdicado de ejercer efectivamente estas imprescindibles funciones o lo ha hecho de manera muy defectuosa. Recordemos que hasta 1990 había una misma ordenación académica en toda España. La LOGSE quebró esta realidad, debilitando sobremanera al Estado. La Alta Inspección Educativa apenas ha funcionado. De aquella deriva todavía no nos hemos repuesto. El mejor intento de rectificación, la ley de Pilar del Castillo, fue guillotinado en el primer día del gobierno de Zapatero.
En la controversia de la lengua la Constitución es inequívoca. Solo hay una lengua oficial del Estado, el castellano, que los españoles tienen el deber de conocer y el derecho a usar, sin restricciones, en todos los ámbitos de la vida social y pública, entre ellos el educativo. Las políticas de exclusión del castellano no caben en la Constitución. Son, sencillamente, un atentado a nuestra Ley Fundamental.
Sí, en este cuarenta y cuatro aniversario del refrendo de los españoles a la Constitución sería bueno asumir un compromiso moral y político: dirigir la mirada a la Carta Magna como orientación primaria y fundante de todas las políticas educativas. Porque la Constitución es baluarte de la libertad, palanca de la igualdad de oportunidades y de la promoción social, garante de la cohesión social y territorial. Abrazarse a la Constitución con lealtad y sin hipocresía es el camino que hemos de recorrer para sanar nuestros males. Las próximas elecciones serán decisivas.
- Eugenio Nasarre es expresidente de la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados