El currículo competencial y sus limitaciones
Las competencias que ahora interesan son las que importan al mercado, no las del ser humano pluridimensional a un tiempo físico, social, estético, ético, cognitivo, emocional y espiritual
Hablando en general, el currículo –lo que los alumnos deben aprender– es el resultado de la concurrencia de distintas necesidades y la aportación de diversas disciplinas. Confluyen en él las demandas siempre cambiantes de una sociedad en perpetua transformación, las exigencias de un sector productivo que cambia no menos y a no menor velocidad y, por supuesto, la ideología política del gobierno de turno. Frente a tan heterogéneas y no siempre coherentes peticiones, los expertos tratan de ofrecer una respuesta coherente basada en el progreso de disciplinas tan diversas como la Psicología, la Pedagogía y la Epistemología, y, quizá en menor medida de lo que cabría esperar, en una concepción determinada del ser humano: el tipo de persona que se espera que produzca, en la medida en que tiene capacidad para ello, el sistema educativo.
El currículo tradicional era un currículo just in case, si se me permite la expresión. Estaba pensado para lograr que los estudiantes acumulasen conocimientos que podrían o no necesitar a lo largo de su vida, pero que estarían ahí por si acaso. Era, por tanto, un currículo humanístico, integral, que cualificaba a las personas para comprender y disfrutar de los más diversos productos de la cultura y mejorar con ellos, pero también para comprender el funcionamiento de la naturaleza y la sociedad, y hacerse preguntas trascendentes sobre el hombre y su lugar en el mundo. Buscaba, con mayor o menor éxito, formar seres humanos, en la extensión más amplia del término.
Por supuesto, tenía limitaciones. Se trataba de un currículo rígido, que no atendía a las diferencias individuales; respondía cada vez menos a las necesidades del sistema productivo, y dejaba, en fin, a muchos alumnos fuera de su benéfico influjo. Por ello, hace medio siglo, los sistemas educativos occidentales comenzaron a moverse en la dirección de un currículo más abierto y flexible, capaz de atender a la diversidad del alumnado, integrador, compensador de las desigualdades y orientado a la resolución de problemas reales antes que a la asimilación de contenidos teóricos. El proceso culminó a comienzos de siglo con la creación del currículo competencial.
El nuevo currículo es un currículo just in time. No busca que el alumno acumule conocimientos de dudosa utilidad práctica. Persigue, por el contrario, capacitarle para responder a los problemas concretos a los que habrá de hacer frente en el mundo laboral y en la vida en general. Y no se construye ya sobre contenidos, sino sobre competencias, una expresión de inequívocas connotaciones técnicas. No en vano proviene en realidad de la Formación Profesional, que se ha extendido, un tanto artificialmente, a todas las dimensiones del saber.
Pero el precio pagado es enorme. El saber hacer se ha impuesto por completo sobre el saber sin más. Pero no se trata de saber hacer cualquier cosa, sino precisamente aquello, y solo aquello, que el sistema productivo, fruto de la globalización capitalista, considera necesario. Se habla, sí, de espíritu crítico, pero no nos engañemos: nada de este currículo forma el espíritu crítico del alumnado. ¿Cómo van a ser críticos unos alumnos que leen cada vez menos, que no asimilan contenidos humanísticos, que no reflexionan sobre los grandes problemas, los verdaderos problemas, que han preocupado al ser humano desde sus orígenes? ¿Podrán los nuevos egresados competentes emocionarse escuchando la Novena Sinfonía de Beethoven? ¿Se extasiarán contemplando el David de Miguel Ángel? ¿Pintarán las estrellas cuando sientan necesidad de religión, como hacía Van Gogh?
No, no lo harán. Porque las competencias que interesan son otras, las que importan al mercado; son las propias del homo oeconomicus, no las del ser humano pluridimensional, a un tiempo físico, social, estético, ético, cognitivo, emocional y espiritual. Se las envuelve en palabras hermosas. Se habla de integración, cooperación, tolerancia, diálogo, respeto, pensamiento positivo… pero bajo tan atractivo envoltorio, no exento de la consabida dosis de filosofía woke, se esconde la más fiera competitividad y sus exigencias de adaptación a un sistema cada vez más deshumanizador que solo busca maximizar la productividad del trabajador y, con ella, el beneficio de la empresa, una empresa cada vez más global y todopoderosa que marca el paso a los gobiernos y a las instituciones supranacionales. La Agenda 2030, no nos engañemos, a pesar de su halo progresista y su palabrería buenista, es en esencia eso: el manifiesto fundacional del nuevo capitalismo globalizador.
¿Quiere esto decir que no debe preparase a los alumnos para su inserción en el mundo laboral? Desde luego que no. Hacerlo así es y ha sido siempre una de las tareas esenciales del sistema educativo. Pero no puede ser la única. La escuela no puede renunciar a su objetivo fundamental, que no es otro que el de formar personas. Personas, además, libres, cultas, críticas –no se puede ser crítico sin ser culto–, capaces a un tiempo de disfrutar de su patrimonio cultural, asumir responsabilidades reales en el funcionamiento de la sociedad a la que pertenecen y participar en la toma de decisiones que les afectan. Los individuos competentes no se forman estudiando por competencias; emergen como resultado de la asimilación crítica del conocimiento humanístico y científico. No aprenden a resolver problemas concretos; los plantean. No son solo trabajadores perfectamente adaptados al nuevo ecosistema empresarial globalizado y ultracompetitivo; son personas que, como escribiera Antonio Machado, «viven, laboran, pasan y sueñan», personas mucho más complejas y ricas de lo que les gustaría a quienes ostentan, y en ocasiones detentan, el poder. Personas que, por desgracia, cada vez más, resulta incapaz de producir nuestro sistema educativo.
• Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación