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Luis E. Íñigo

¿Tan mal están nuestros hijos?

La razón última de las psicopatologías hay que buscarla no tanto en los rasgos de la persona que las sufre como en los de su entorno

Actualizada 04:30

Fue Erich Fromm (Psicoanálisis de la sociedad contemporánea,1955) uno de los primeros en darse cuenta de que los problemas mentales de los individuos no pueden entenderse del todo si se consideran resultado de procesos que tienen su origen exclusivo en el interior de esos mismos individuos. De acuerdo con el pensador alemán, la razón última de las psicopatologías hay que buscarla no tanto en los rasgos de la persona que las sufre como en los de su entorno, entendido este en un sentido amplio. En pocas palabras, una sociedad enferma produce individuos enfermos.

Como cabía esperar, Fromm, marxista y freudiano de formación, atribuyó al complejo de creencias asociadas al cristianismo, el opio del pueblo, y a la explotación inherente al modo de producción capitalista, profundamente deshumanizador, las causas últimas del mal. En su análisis, las religiones monoteístas nos educan en la obediencia a un poder absoluto e incuestionable, que inculca en nosotros el miedo a la libertad (así se titulaba su obra más conocida, publicada en 1941), y el capitalismo moderno completa el trabajo reduciéndolo todo a mercancía y estimulando en nosotros un ansia feroz por el consumo que alcanza su apogeo cuando logra convertirnos en mera encarnación de un valor económico. El resultado de todo ello es una profunda enajenación. La relación entre las personas ya no es una relación humana, sino una relación entre entelequias, sujetos ficticios, privados de verdadera entidad individual, que tan solo producen y consumen, máquinas vivientes que se utilizan entre sí.

Dejando de lado que las creencias religiosas, al contrario de lo que pensaba Fromm, nos protegen de la deshumanización mucho más que su abandono, no cabe duda de que su análisis acierta en lo esencial. La sociedad contemporánea es una sociedad enferma —mucho más ahora que hace 70 años— que, mientras fabrica masivamente, en eficientes cadenas de montaje que jamás se detienen, tabletas, teléfonos o automóviles, produce en no menor cantidad, y con la misma fría e inexorable eficiencia, individuos enfermos.

Perdida toda visión trascendente de la existencia, se ha impuesto en nuestras mentes un materialismo tan crudo que nos aboca sin remedio al consumo desbocado, el disfrute hedonista de un catálogo cada vez más amplio, y no cabe duda de que la Inteligencia Artificial lo ampliará aún más, de estímulos y experiencias placenteras que no proporcionan sentido alguno a nuestras vidas, convertidas en una exigente carrera en la que perseguimos el viento con la misma vana esperanza de alcanzarlo que los galgos corren tras la liebre mecánica que les sirve de señuelo. La sociedad moderna nos transforma así, como a los ignorantes y felices pobladores del mundo de Huxley, en esclavos que aman sus cadenas, enfermos que sufren, en palabras de Fromm, una patología de la normalidad. Hámsteres que corren sin cesar en la rueda de la producción y el consumo en masa, no podemos detenernos porque saldríamos disparados y nos estrellaríamos sin remedio.

Creo que es en este contexto en el que hay que tratar de comprender lo que les está sucediendo a nuestros adolescentes. Más allá de las estadísticas, que crecen año a año sin expectativas de frenarse, cualquier profesor de secundaria observa en sus aulas problemas que apenas existían hace un par de décadas. Ansiedad, depresión, tendencias suicidas, dudas sobre la propia identidad sexual… no son ya excepciones, sino fenómenos tan frecuentes que solo cabe considerarlos como evidencias individuales que nos alertan de la existencia de un problema general. Sin embargo, hay que tener presente que no es solo a nuestros jóvenes a los que les está sucediendo. Según el Informe Nacional de Salud de 2023, un 34 % de los españoles sufre alguna enfermedad mental, una cifra más que preocupante, que equivale a más de 16 millones de personas, y lo que es peor, que no deja de incrementarse año tras año. En 2016 se registraron 62 casos de ansiedad por cada 1.000 habitantes; en 2022, 107, casi un 80 % más. En aquel año hubo 39 casos de depresión por cada 1.000 habitantes; en 2022, 48%. 50 personas de cada 1.000 dormían mal en 2016; seis años después eran 82. Y no debemos olvidar que son cifras que incluyen a toda la población. Los datos por tramos de edad son aún más alarmantes. La cifra del 34 % supera el 40 % entre los españoles de más de 50 años. Y se dispara hasta la mitad de la población, el 50 %, en los mayores de 85. Entre los menores de 25 años, los problemas de salud mental más frecuentes también son los trastornos de ansiedad (32,8 casos por 1.000 habitantes), seguidos de los trastornos específicos del aprendizaje (29) y los problemas de déficit de atención con hiperactividad (24,9). Y también siguen una tendencia creciente, pues se han incrementado entre 2019 y 2022 un 29,5 %, un 26,6 % y un 5,2 %, respectivamente. No cabe duda de que nuestra sociedad está enferma y lo está cada vez más.

¿Cómo afrontar el problema? La respuesta no es sencilla. Quizá tenga razón Pepe Mujica, el peculiar expresidente de Uruguay, cuando afirma que la solución es «educación, educación, educación». Pero ¿Qué educación? No, desde luego, la que pretende impulsar la Agenda 2030, que otorga preferencia precisamente a las competencias que convienen al capitalismo global. Mientras sigamos priorizando el adiestramiento de trabajadores dóciles, versátiles y productivos a la formación integral de individuos críticos y conscientes de su dimensión trascedente, nuestras aulas no serán mucho más que cadenas de montaje que darán al mercado máquinas ignorantes de que sufren la peor de las formas de servidumbre, pues, como escribiera Marguerite Yourcenar en sus Memorias de Adriano, viven creídas de su libertad en pleno sometimiento. No perdamos la esperanza. Quizá un día los galgos alcancen la liebre y descubran que no pueden comérsela. Tal vez entonces despierten, descubran que un día fueron hombres y exijan volver a serlo.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de Educación

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