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16 de septiembre de 2024

tribunaLuis E. Íñigo

Doctor, explíqueme la batalla de Lepanto

La mera lectura del artículo 91 de la vigente Ley Orgánica de Educación, que establece las funciones del profesorado, asusta por su prolijidad. Pero lo más grave no está ahí, sino en lo que se oculta tras algunas de esas funciones

Actualizada 01:30

Uno de los procesos más sorprendentes a los que está asistiendo la escuela en los últimos años es el de la sobrecarga de funciones atribuidas a los docentes. No se me entienda mal. No soy de los que piensan que la única tarea del maestro es la transmisión de conocimientos, la instrucción académica pura y dura. La labor del que enseña va siempre más allá, pues educar es, en última instancia, preparar para la vida, ayudar a los niños y adolescentes a transformarse en adultos, formar, en fin, personas.

Pero una cosa es pensar que la tarea del maestro es formar personas y otra bien distinta creer que puede hacerlo todo. Enseñar no es dar respuesta a todos y cada uno de los problemas que pueden verse obligados a afrontar los alumnos a lo largo de su desarrollo individual. Máxime cuando en nuestros días esos problemas son muchos y muy diversos, porque el alumnado cada vez lo es más, y algunos revisten tal gravedad que requieren sin duda el concurso de profesionales especializados tan solo para abordarlos con mínimas garantías de éxito.

A pesar de ello, parece ser eso lo que la Administración quiere. La mera lectura del artículo 91 de la vigente Ley Orgánica de Educación, que establece las funciones del profesorado, asusta por su prolijidad. Pero lo más grave no está ahí, sino en lo que se oculta tras algunas de esas funciones. Hay una de ellas, la recogida en el inciso e), «la atención al desarrollo intelectual, afectivo, psicomotriz, social y moral del alumnado» que, por sí sola, exigiría del maestro tal despliegue de competencias y habilidades que difícilmente podría reunirlas una sola persona, a no ser que se tratara de una suerte de superhéroe nacido de las mentes calenturientas de Stan Lee y Jack Kirby. Un amigo director de instituto me decía ayer, sin ir más lejos, que al igual que a nadie se le ocurriría pedirle a su médico de cabecera que le explique la batalla de Lepanto, tampoco debería ocurrírsele a nadie pedirle a un profesor de Historia -los dos lo somos- que trate su ansiedad, o le ayude a decidir si se siente hombre o mujer, o a controlar su violenta pulsión suicida. Y no se trata de exageraciones. Esos son los problemas a los que nuestros docentes tienen que enfrentarse un día tras otro. Quizá por ello, de acuerdo con los datos del último Educobarómetro «El profesorado en España 2023», elaborado por el Instituto de Evaluación y Asesoramiento Educativo (IDEA), el distanciamiento y la indiferencia es el estado de ánimo más habitual del 38 por ciento de los docentes en su trabajo; el 39 por ciento ha experimentado alguna vez ansiedad o depresión, y el 37 por ciento ha sufrido agotamiento físico y mental. Mientras hace quince años el 78 por ciento de ellos rechazaba de plano la posibilidad de abandonar la enseñanza, hoy solo lo hace el 42 por ciento ¿Acaso debería sorprendernos?

Se objetará que por esa razón se viene dotando a los centros docentes en los últimos años de expertos competentes para abordar esas situaciones. Nuestras escuelas cuentan ya con un abanico de profesionales tan diverso que su sola enumeración consumiría la mitad de la extensión de este artículo. Orientadores, especialistas en pedagogía terapéutica y en audición y lenguaje, técnicos de servicios a la comunidad, técnicos en intervención sociocomunitaria, profesores de educación compensatoria, técnicos superiores del grupo III del área educativo-cultural, diplomados en enfermería… la lista es interminable. Y lo peor de todo es que son necesarios, imprescindibles, diría yo. Porque la sociedad ya no espera de la escuela tan solo educación; espera soluciones a los problemas, a todos los problemas, de los niños y adolescentes.

Pero ¿acaso puede pedírsele a la escuela que dé respuesta a todos los problemas y, además, enseñe y prepare para la vida, y, para más inri, conciencie sobre el cambio climático y preste atención a la educación emocional? ¿No estaremos esperando demasiado de ella? Estoy convencido de que sí. Es cierto que muchos problemas sociales son tan graves que resulta imposible evitar que se conviertan también en problemas educativos, pero nunca los resolveremos si los tratamos tan solo como problemas educativos e intentamos solucionarlos desde la escuela. Quizá sea necesario conferir el protagonismo a otras instancias y dotarlas de los recursos necesarios para que los aborden. Por otro lado, existe una cuestión de fondo: la crisis de la familia como institución primaria de socialización. Deben ser los padres los primeros protagonistas de la educación, no la escuela. Es muy difícil que unos buenos profesores arreglen los que unos malos padres han estropeado. El hogar debe asegurar alimento, vestido, refugio, cariño, pero también valores y normas; si los alumnos no los aprenden en casa, los profesores poco pueden hacer. No le pidamos a nuestro médico que nos explique la batalla de Lepanto.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación
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