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19 de septiembre de 2024

Luis E. Íñigo

La muerte de la libertad

Se acorrala cada vez más al que cuestiona, o tan solo matiza, los valores fruto de un consenso que se da por hecho, pero no puede existir allí donde nada se ha debatido

Actualizada 04:30

Aunque no seamos conscientes de ello, va arraigando en las sociedades occidentales una nueva forma de totalitarismo. Se trata, quizá, de un totalitarismo sutil, sibilino, pero, quizá por ello, más eficaz y difícil de combatir que los bastos y descarnados totalitarismos tradicionales, como el comunismo o el nazismo. El marco jurídico no se ha alterado; nuestras constituciones siguen afirmando el derecho de todos a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones. Y, sin embargo, se acorrala cada vez más al que cuestiona, o tan solo matiza, los valores fruto de un consenso que se da por hecho, pero no puede existir allí donde nada se ha debatido. Ideas tan simples que no resisten el más mínimo embate lógico y son ya dañinas precisamente por su desolador simplismo, lo son aún más porque, en manos de quienes las propalan, se convierten en dogmas de fe desde los cuales se arrincona a quien trata de rebatirlos, por racionales que resulten sus argumentos. Detrás de todo ello se encuentra el que ha dado en llamarse «pensamiento 'woke'».

La expresión nació en las comunidades afroamericanas de los Estados Unidos, donde se utilizaba para designar a las personas que habían despertado (stay woke en inglés significa «estar alerta») y se mostraban conscientes de la discriminación que sufrían y dispuestas a combatirla. Con el tiempo, las diversas corrientes de la nueva izquierda identitaria fueron asumiendo la expresión, que pronto se hizo popular. Sin embargo, el pensamiento woke no es en absoluto una ideología de progreso. No defiende la igualdad, la solidaridad y la justicia, y mucho menos la libertad. Bien al contrario, nace de una bestial coyunda entre el relativismo posmodernista francés y la filosofía crítica de la Escuela de Frankfurt, heredera del marxismo, y no es sino una corriente revolucionaria ajena a la tradición occidental, que rechaza con violencia. Sus defensores usan los significantes marxistas, pero sustituyen todos sus significados hasta hacerlos irreconocibles y privarlos por completo de su innata vocación universal. La lucha de clases deja paso a la lucha de identidades; el proletariado, a las minorías étnicas, culturales, religiosas o de género, y la burguesía, al varón blanco heterosexual, al que se exige que pida perdón y acepte su merecido castigo por todo el daño causado a lo largo de la historia, del que se le responsabiliza sin límites ni matices.

Para la cultura woke, la nueva Biblia de una izquierda traidora a sus propios valores, el capitalismo sigue siendo el enemigo, pues es, por naturaleza, racista, sexista y discriminatorio. Pero la forma de combatirlo debe cambiar por completo. No se trata ya de minar sus cimientos económicos, sino de destruir la cultura que lo sostiene, porque es, sobre todo, un sistema de dominación cultural. De ahí que el lenguaje sea tan importante. «La realidad está definida con palabras. Por lo tanto, el que controla las palabras controla la realidad», afirmó Gramsci. Creamos el mundo al darle nombre. El que sea capaz de imponer la forma de llamar a las cosas, puede crear las cosas, y no solo las de la política o la economía; también aquellos conceptos que Jacques Lacan, un notorio posmodernista, llamaba «metanarrativas»: los relatos sobre la verdad, la moral, el progreso, la historia y, por supuesto, las certezas biológicas, pues, como sostiene Judith Butler, impulsora de la teoría queer, tanto el género como el sexo son constructos sociales y, como tales, pueden deconstruirse y construirse de nuevo sin cesar. El pensamiento woke persigue que no creamos en nada, porque, vaciado del todo nuestro cerebro, será posible llenarlo de nuevo.

Transitamos así, como ha escrito Guillermo del Valle, de un mundo que daba por hecho el respeto a cualquier opinión a otro dominado por un férreo dogmatismo. Poco a poco, con la complicidad de los medios de comunicación y la sumisa colaboración de muchos de nosotros, se va imponiendo una forma de hablar, de pensar, de ser y estar en el mundo. Triunfa así una verdad absoluta y omnicomprensiva, una religión secular, tan dogmática como el cristianismo al que tanto denigra, pero con un poder mil veces mayor para excluir al discrepante, pues los inquisidores se hallan por doquier, entregados con celo a su misión purificadora. Las hogueras no han vuelto, pero sí lo han hecho los anatemas, y con ellos la idea misma de herejía y la proscripción de aquellos a quienes se acusa de abrazarla. Los defensores del progreso están matando la libertad, pues, alientan una nueva caza de brujas que en nada se distingue de la que impulsara el macartismo en la América de los años cincuenta. Han olvidado que, como escribiera Yevgueni Zamiatin, autor de Nosotros, la primera novela distópica moderna, el progreso no se alcanza con exaltados predicadores y suspicaces guardianes de la moral, sino con locos, ermitaños, herejes, soñadores, escépticos y, sobre todo, rebeldes.

El fenómeno es muy grave, porque está deshilachando poco a poco, sin que lo notemos, el delicado lienzo de la democracia, cuya integridad peligra desde el momento mismo en que lo hace la libertad de opinión, y esta solo queda asegurada cuando todos asumimos que, como escribiera George Orwell, «Si la libertad significa algo, es el derecho a decirles a los demás lo que no quieren oír». Este, y no otro, es el sentido último de la conocida frase atribuida a Voltaire, pero en realidad acuñada por su biógrafa Evelyn Beatrice Hall: «Estoy en desacuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo». Si no hacemos de esta frase nuestro credo esencial, estaremos abriendo la puerta a limitar la libertad de expresión de quienes no comulgan con las ideas de la supuesta mayoría, concediendo al Estado un peligroso derecho de imponer un pensamiento determinado y de invadir así una intimidad mucho más sagrada que la de nuestro domicilio o nuestras comunicaciones: la de nuestra conciencia.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación.
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