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Luis E. Íñigo

Aprender investigando

No solo en el aula y en etapas obligatorias puede resultar útil y motivador el aprendizaje por descubrimiento. También lo es, y mucho, en las etapas posobligatorias

Actualizada 04:30

Sostiene la moderna teoría educativa la pobre eficacia de los modelos educativos basados en el conductismo, en el que todos los que peinamos canas, o ya no nos peinamos, hemos sido educados. Dejando de lado que, en realidad, llamamos moderno a lo que autores como Piaget, Vygotsky, Ausubel o Bruner predicaron hace más de medio siglo, lo cierto es que, de acuerdo con la pedagogía en boga, los niños no aprenden nada, o aprenden muy poco, si el conocimiento se les ofrece elaborado por completo, de modo que ellos se limiten a reproducirlo de la forma más exacta posible y los docentes no hagan, una vez explicados los contenidos, sino reforzar las conductas así orientadas para asentarlas en los discentes.

No puedo decir que milite yo entre los fervientes conversos que defienden a capa y espada conceptos hoy ya tan populares entre los docentes como el constructivismo, el aprendizaje significativo, los conocimientos previos, el conflicto cognitivo o la zona de desarrollo próximo, por citar unos pocos tecnicismos pedagógicos al uso en nuestros centros escolares. Tampoco me cuento entre los entusiastas adalides del currículo competencial, que estimo, ustedes ya lo saben, empobrecedor y economicista. No puedo evitar pensar que, por bien que todas estas ideas funcionen en la mente de quienes las concibieron, lo hacen mucho peor en las aulas reales, pobladas por dos o tres docenas de alumnos diversos en capacidad, motivación, nivel de competencia curricular, lengua, cultura y actitud ante el aprendizaje. Menos aún cuando a esta diversidad, ya de por sí compleja, se han sumado en los últimos tiempos problemas tan extendidos y graves como las dudas sobre identidad sexual, la adicción a internet, la ansiedad y la depresión, y las muy numerosas y diversas dificultades que genera una estructura familiar en crisis generalizada y a menudo incapaz de actuar como agente primario de socialización y sólido soporte de la escuela en su labor formativa, como cabría esperar de ella.

Reconozco que no sería justo del todo comparar, como tan a menudo se hace entre los hijos e hijas de la EGB y el BUP, y no digamos ya entre los del bachillerato antiguo, los resultados educativos de esta escuela con la nuestra, basada en modelos conductistas, pues no había esta de enfrentarse a un alumnado tan complejo y, en muchos casos —por supuesto, no siempre— tan poco apoyado por la familia como el actual. Que el nivel de competencia curricular de sus egresados fuera, obviando la lengua inglesa, mayor no puede, por tanto, sorprendernos, aunque soy de los que piensan que evidencias como la creciente debilidad de la cultura del esfuerzo, un principio que no debería ser ajeno a ningún modelo pedagógico, dado su incuestionable valor educativo, tienen bastante más que ver con ello de lo que se cree. Por diverso que sea un grupo-clase, el esfuerzo se le puede y se le debe exigir a cada uno de sus alumnos, pues todos ellos pueden mejorar y poco lo consigue quien no se esfuerza. Mientras no se demuestre lo contrario, aprender jugando es algo que pueden hacer los niños muy pequeños, pero cada vez menos cuando van subiendo, peldaño a peldaño, por la escalera de las distintas etapas educativas.

Por otra parte, aunque he sido categórico al afirmar que no me cuento entre los conversos del constructivismo y el currículo competencial, sí considero que algunas de sus propuestas resultan interesantes y, según cómo se desarrollen en el aula, incluso eficaces. La eficiencia ya es otra cosa, pues a menudo el tiempo que exige implementarlas no compensa el conocimiento obtenido, al menos el específico de cada materia. Entre ellas incluyo el aprendizaje por descubrimiento. Conceptualizado por el pedagogo estadounidense Jerome S. Bruner, sostiene que el instructor debe motivar a los estudiantes a que ellos mismos descubran relaciones entre conceptos y construyan proposiciones, pero desde el presupuesto de que, en sus propias palabras, «implica no tanto el proceso de conducir a los estudiantes a descubrir «lo que hay ahí fuera» si no a descubrir lo que tienen en sus propias cabezas». No es mala propuesta, y hablo desde mi propia experiencia, para un profesor de Historia. Convertir a los alumnos en pequeños historiadores que analizan fuentes, les hacen preguntas y construyen respuestas a partir de su propia reflexión, interrelacionando y analizando información en soportes de distinto tipo, aporta a la enseñanza de la disciplina un importante potencial motivador: pocas cosas existen tan satisfactorias como ganarse el pan que uno come; también cuando se trata de alimento intelectual.

Es por ello por lo que no solo en el aula y en etapas obligatorias puede resultar útil y motivador el aprendizaje por descubrimiento, la investigación, diríamos en un sentido más amplio. También lo es, y mucho, en las etapas posobligatorias, en especial cuando, como sucede en el bachillerato de excelencia o el bachillerato internacional, los alumnos de último curso exploran un área de interés personal durante un período de tiempo prolongado. Esto les brinda la oportunidad de consolidar su aprendizaje y desarrollar habilidades útiles para sus estudios posteriores, pero también para su vida profesional y personal, en el marco del aprendizaje a lo largo de la vida. Incluso cuando la investigación se realiza en el marco de certámenes o concursos ajenos a los centros, impartan o no este tipo de bachilleratos, los alumnos pueden obtener estos beneficios del desarrollo tutorizado de proyectos de investigación. Es el caso, a título de ejemplo, del concurso de investigación histórica para alumnos de bachillerato que convoca el Colegio de Doctores y Licenciados de Madrid, colegio profesional de los docentes, en colaboración con la Universidad San Pablo CEU. Pero cuán necesario y conveniente sería que proliferasen las iniciativas de este tipo. El talento investigador no se forma solo en la enseñanza superior; también en la enseñanza secundaria. Y nuestro país lo necesita en gran medida si desea mantener su nivel de desarrollo y bienestar. No deberíamos olvidarlo.

  • Luis E. Íñigo es historiador e inspector de educación

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