Leyendas de Barcelona
La cruz de los ahorcados de Barcelona y la leyenda del noble piadoso salvado por un cadáver
En Barcelona, hace siglos, en lo que hoy es el cruce entre la avenida Mistral y el Paralelo, se levantaba una cuádruple galería de piedra en cuyo centro se elevaba una gran cruz de piedra, trabajada con bastante perfección. Se la llamaba la «Cruz Cubierta», porque a principios del siglo XIX la resguardaba una especie de capilla.
Como el nicho que cubría impedía a los centinelas de la muralla de Barcelona ver si se acercaba gente armada, se retiró. En el pedestal de la cruz y en sus cuatro aspas había esculpidas calaveras: un gráfico recuerdo de lo que allí sucedió.
La cruz y el pozo
La cruz se encontraba fuera de la puerta de San Antonio, y había allí un ancho y profundo pozo, en cuyos brocales se veían unos postes de madera ennegrecidos, con unos garfios de hierro. Los ajusticiados en la horca, tras permanecer tres horas en ella, eran colgados en estos garfios, y allí permanecían sus cuerpos insepultos, siendo pasto de los cuervos, que acudían a bandadas dando horribles chillidos y arrancaban a picotazos aquellas carnes corrompidas, hasta que los huesos, desprendiéndose de sus ligamentos, iban cayendo en el pozo.
El mal olor que aquel lugar despedía y el espectáculo que ofrecía a la vista alejaba de allí a la gente; y los carreteros que para dirigirse a la ciudad tenían que pasar por delante de aquel lugar se descubrían la cabeza y rezaban un Padrenuestro por el alma de aquellos infelices cuyos cuerpos permanecían allí colgados. Aquel lugar era conocido, por los barceloneses, como «el Carner», y servía de escarmiento a los criminales y de expiación a los que allí colgaban.
La tarde del día de Todos los Santos salía de Barcelona una procesión, con los congregantes cubiertos de negro y portando hachas de cera amarilla, acompañando un pendón negro y rezando el Santo Rosario, cerrando la procesión un Crucifijo. Esta procesión se dirigía hasta «el Carner», donde se rezaban las plegarias por los difuntos y se recogían los restos insepultos, que, metidos en cajas, eran llevados a la ciudad y sepultados en distintos cementerios. Al día siguiente se celebraban misas desde primera hora de la mañana hasta el mediodía. A aquellas misas concurría gran parte de la población barcelonesa.
- Cuando en el año 1808 los franceses se apoderaron de Barcelona derribaron la Cruz Cubierta. Tiempo después, cuando los franceses abandonaron la ciudad, se volvió a erigir. Con el paso de los años y como consecuencia de la evolución de la ciudad, la Cruz Cubierta y su foso desaparecieron para siempre. El único recuerdo de su existencia es la calle que lleva su nombre.
La leyenda de Don Fadrique
Cuenta la leyenda que, en el siglo XVI, un apuesto caballero, montado en un brioso corcel negro como la noche, salía una tarde de Barcelona por la puerta de San Antonio, envuelto en su capa y cubierto el rostro con un antifaz negro. El caballero emprendió el camino por la carretera de Madrid. Parecía que tenía prisa.
Aplicaba, con insistencia, las espuelas a los ijares del jamelgo. De pronto el caballo se paró, erizándose sus crines, y dio un relincho de terror. Estaban en un lugar desierto; se levantaba una cruz en medio del camino y, a su derecha, colgando de unos postes, se veían esqueletos medio descarnados y con los vestidos destrozados. Una bandada de cuervos revoloteaba sobre los restos humanos.
Lleno de terror y miedo, el caballero se descubrió la cabeza y rezó un Padrenuestro por las almas de los que allí estaban colgados. Acto seguido estiró las riendas del caballo para que se pusiera en marcha. Fue inútil. El caballo estaba paralizado y no se movía. El caballero oyó una voz, como salida del abismo, que gritó tres veces…
- ¡Don Fadrique! ¡Don Fadrique! ¡Don Fadrique!
El caballero, casi muerto de miedo, se dirigió hacia donde parecía que surgía la voz y vio, con horror, que uno de los cuerpos colgados extendía hacia él las manos. El caballero, turbado, le dijo:
- Te pido en nombre de Dios que me digas lo que quieres.
- Que me descuelgues- contestó.
El caballero se acercó al poste y, con alguna dificultad, descolgó el cuerpo de ese hombre, que se quedó de pie, huyendo los cuervos dando horribles graznidos.
- Don Fadrique, dijo el ajusticiado. Vais a cometer un crimen; vais a sembrar la desventura en una casa. Dios me envía para libraros. Es preciso que me deis vuestra capa y vuestro caballo.
Don Fadrique, temblando, perdida la cabeza, se quitó la máscara, descubriendo las facciones de un joven de apenas treinta años, bastante hermoso, pero desencajada por el terror. Se quitó la capa y el ajusticiado se envolvió con ella, poniéndose el sombrero y el antifaz. Una vez vestido así le dijo:
- Ibais a una cita que os diera una mujer a quien perseguís hace tiempo, y en vez del amor que aguardabais hubierais encontrado la muerte; pues ella, fiel a su marido, le dio cuenta de vuestro atrevimiento, y la cita no es más que un lazo para castigar vuestro infortunio. Subid a un árbol, Don Fadrique, y desde allí observad la suerte que os aguardaba.
Temblando por las palabras pronunciadas por aquel hombre, don Fadrique subió a un árbol y vio a ese hombre alejarse con el caballo, envuelto con su capa y cubierto con su sombrero. Al volver una pequeña hondonada del camino vio salir de entre unas matas a cuatro hombres con máscara, arrojarse encima del jinete y coserle materialmente a puñaladas, no sin que a uno le cayera la máscara, reconociendo en él al marido de la dama que le diera la cita en una casa de campo que poseía. Poco después vio con espanto que el ajusticiado se levantaba.
- La justicia divina ha tenido misericordia de ti, don Fadrique. La gracia que ha producido el Padrenuestro que has rezado por las almas de los ajusticiados, ha llegado al Purgatorio; todos nosotros hemos pedido por ti y Dios te ha librado, por nuestra intercesión, de la muerte del alma y del cuerpo. Toma tu capa.
Don Fadrique se envolvió en ella y regresó a Barcelona. Al pasar por delante de «el Carner» vio el cuerpo del que había salvado, colgado del garfio de hierro. Al entrar en la ciudad se creyó presa de un sueño, pero el hedor de muerte que se desprendía de su capa atestiguaba la verdad del hecho.
Don Fadrique no volvió a su casa. Se dirigió al convento del Carmen, habló con el Prior y le contó lo sucedido, pidiéndole al mismo tiempo el hábito. Pocos días después entraba de novicio. Cumplido el año profesó. Desde entonces, todos los días un religioso celebraba una misa en el altar de las almas del Purgatorio.