El portalón de San Lorenzo
Ha muerto el eterno luchador por San Agustín
Gran comunicador, tenía siempre palabras agradables para todo aquel que buscara su colaboración
El pasado sábado 14 de septiembre fallecía a los 82 años Rafael Soto Gavilán, uno de los vecinos más ilustres de San Agustín. Ya descansa en el regazo de los elegidos este hombre de profunda fe, gran devoto de las Vírgenes del Rosario y las Angustias.
Hablar de Rafael Soto es hablar de un vecino ejemplar, que no salió prácticamente nunca (ni quiso) de los límites de su barrio. Empezó viviendo con su familia (cuatro hermanos varones y dos hermanas) en la pintoresca calle Ángel María de Barcia. De aquella calle de su niñez recordaba con gran cariño al sastre Antoñito Galvín, quien le hacía los trajes, y que, por su corta estatura, le pondría de forma simpática cada vez que iba a la sastrería el mote de Media Tela. Posteriormente se mudó a la calle Dormitorio (Obispo López Criado) y, por último, a la calle Cárcamo 11, justo enfrente del taller de su gran amigo El Guarnicionero.
La familia
Miembro de una saga famosa en el barrio, los Pulgarín, le halagaba enormemente que lo considerasen uno de ellos. Su querido abuelo materno Rafael Gavilán 'Pulgarín', nació en la calle San Juan de Palomares y se casó en la iglesia de San Lorenzo en 1914 con una chica del barrio llamada Teresa Huertas García (1891-1974). El joven matrimonio se afincó en la calle Ruano Girón (hoy Cristo del Calvario, y de toda la vida La Banda). Tuvieron nada menos que once hijos, y todos vivieron cerca de la plaza de San Juan de Letrán, el núcleo original de la saga.
Nos contaba Rafael Soto sobre su abuelo, de cuando le tocó hacer el Servicio Militar en el Cuartel de Intendencia de Sevilla. Allí, en las guardias junto a la Alameda de Hércules, a la caída de la noche llegaba el duende del buen cante en un barrio en el que aparecían artistas por todas partes. Cautivado ya para siempre, su abuelo se presentaría a bastantes concursos de cante jondo y saetas, que se celebraban entonces en la plaza de toros de los Tejares, las plazas de Santa Marina y San Agustín, en el Campo de la Merced o en el Salón San Lorenzo. En los años 20 llegó a ganar en uno de estos concursos, en la plaza de toros, por aclamación del público que mostró su preferencia mediante la duración de los aplausos. Este amor por el cante lo heredarían todos sus vástagos, estando especialmente dotadas para el mismo sus hijas, entre ellas la madre de Rafael Soto.
Su abuelo también mantuvo una gran amistad con Julio Romero de Torres. Bastantes veces coincidía con él y con su amado cante jondo en la taberna El Bolillo de la calle Imágenes. Allí, el famoso pintor le pondría de forma afectuosa el apodo de Canario Flauta.
Aunque yo conocía a Rafael Soto de refilón por su época en el colegio salesiano, donde coincidimos, en la práctica me lo presentó Miguel Escudero Melero un día de hace muchos años en la puerta de la iglesia de San Rafael, a donde ambos solíamos asistir con cierta regularidad. Miguel me habló de la gran capacidad de trabajo de este hombre y de su entrega por los demás. Aquel mismo día recuerdo que Rafael me habló con mucho cariño de la Virgen del Rosario (de cuya asociación actual en San Agustín fue unos de los fundadores), advocación de la que nuestras madres fueron siempre muy devotas, llegando incluso a cobrar unos recibos de su vieja Hermandad y de la de Santa Rita de Casia. En la foto la Virgen del Rosario de las monjas dominicas de Santa María de Gracia que formó parte de la procesión que se organizó a la llegada de los Padres dominicos a San Agustín en 1903.
Rafael desplegó durante toda su vida laboral una intensa inquietud y profesionalidad. Gran comunicador, tenía siempre palabras agradables para todo aquel que buscara su colaboración. En una ocasión marchó a Alemania para ayudar a una hermana suya que trabajaba allí en un tema de papeles. Dado su innato don de gentes le salió la oportunidad de trabajar, en un buen puesto, en una fábrica de productos de caucho. Pero la llegada del invierno y la oscuridad de aquellos días fríos y tristes alemanes les provocaron cierta morriña, por lo que se vino enseguida a la bendita claridad de su Córdoba. De vuelta a nuestra ciudad trabajó, como era previsible, en el terreno de la representación, y fueron muchos los productos que vendió, desde jamones hasta el más sutil de los tejidos.
Su barrio
Aparte de su extensa vida profesional, nunca dejó de trabajar por Córdoba colaborando desde el entorno cercano de su barrio. Lo llevaba en su ADN. Así, fue el fundador de su asociación de vecinos San Agustín, desempeñando en ella un comportamiento modélico que contrasta con los que usan tan frecuentemente estas organizaciones para sus intereses políticos o para medrar y alcanzar un carguillo público. A la hora de reconocer sus logros en pro del vecindario, honrado y humilde como era, siempre se quitaba halagos y resaltaba la labor de otras personas sencillas, más anónimas, como Dolores, Conchi y Mari Carmen González, las hijas de Pepe El Habanero; Pepita Manso, las hermanas Calderón Trujillo, Pilar Ruiz, la hija de Ramón, Inmaculada, la hija de la estanquera, o su amigo El Vacila, además de tantas y tantas personas que es imposible recordar sus nombres. Un día lo llamamos unos vecinos de San Lorenzo para tratar de organizar una asociación similar y allí estuvo él para darnos toda su colaboración desinteresada.
Todavía recuerdo cuando, allá en 1978, hace la friolera de 46 años, fue uno de los que hizo posible que el entonces presidente Adolfo Suárez, con su esposa, visitase la bodega de la Sociedad de Plateros de la calle María Auxiliadora. Él no era de ningún bando, por lo que me comentaría después que con esta visita Córdoba acogía a un hombre que había hecho posible, por encima de disputas políticas, aquella transición sin arrebatos de venganza por ninguna parte, construyendo juntos la Constitución de 1978 con la que España ha venido viviendo en paz desde entonces y que hoy está en el punto de mira de oportunistas.
Como vecino de San Agustín y hombre de profunda devoción, sintió un hondo dolor cuando se llevaron a la Virgen de las Angustias un funesto día de 1961, sin apenas dar explicaciones y metida como un fardo en una furgoneta. Incansable al desaliento, no cejaría por el regreso, sobre todo a partir de la celebración de su 450º aniversario, cuando volvió fugazmente a San Agustín, hasta que, por fin, la Madre pudo retornar a su casa. Fue uno de los días más felices de su vida.
La plaza de San Agustín
Se implicó a fondo durante los últimos años en la reciente remodelación de la plaza de San Agustín, incluyendo la peripecia de su grotesco remate final, cuando los operarios (no sabemos si por su cuenta o siguiendo el proyecto) colocaron la estatua de Ramón Medina Ortega (1891-1964) de forma indigna en lo alto de un armario de contadores. No pudo dormir tranquilo hasta que, con las reiteradas quejas, el busto del cantor de San Agustín fue al fin ubicado en un sitio decente. Con todo, el resultado fue que la plaza de San Agustín quedó finalmente como una de las mejores actuaciones del Ayuntamiento en las últimas décadas.
Porque pasabas cualquier día por San Agustín durante esas obras y allí lo veías «en faena», metido entre los empedradores que con tanto esmero y buen gusto enchinaban la plaza. Cierto día, ya terminada la obra, le pedí ayuda para medir la zona enchinada y allá que se cogió la cinta métrica y me echó una mano. Nuestro objetivo era obtener el número total de minúsculos chinos que se habrían podido colocar. Así que la cuadriculamos, y mediante un recuento estadístico, número arriba o abajo, nos aproximamos a una cantidad de chinos de canto rodado cercana a 2.190.000
Por otra parte, fue modélica la amistad que tomó con los cuatro profesionales del enchinado. Al venir éstos todos los días desde un pueblo de la provincia (en la capital, desgraciadamente, parece que ya no hay nadie que lo haga), necesitaron muchas veces que Rafael les ayudase en sus problemas y en la logística, resolviéndoles incluso alguna que otra situación personal. Estoy seguro de que se fueron con un gran afecto hacía él.
Y como a él le gustaban tanto los datos curiosos, le comenté que José Ayala Cortés El Chatarra, era el proveedor de chinos de canto rodado durante los años 50 y 60, cuando aún se usaban con frecuencia en las obras del Ayuntamiento (hoy se prefiere al dichoso granito que no da nada más que suciedad y manchas). Los cogía junto a su esposa en las peligrosas corrientes del río Guadalquivir próximas a lo que se llamaban los Peñones de San Julián. El precio que cobraba era de 1,50 pesetas por espuerta. La taberna de Los Perros en Santa María de Gracia era el improvisado despacho donde hacía cuentas de los chinos entregados ante El Pabilo, hermano de la Talegona y encargado de los empedradores municipales.
Sus últimos días
Hace no mucho, ya con su enfermedad final a cuestas, lo visité en su casa en compañía de su amigo José El Guarnicionero. Le apunté que esa misma casa, Cárcamo número 11, era la misma que aparecía en la partida de defunción del rejoneador Antonio Cañero Baena como domicilio de su cochero, que fue quien dio parte de su muerte en el juzgado de la derecha de Córdoba. Al comentarle esta anécdota mostró su complacencia, reímos y comentamos que entonces ya estaba entonces bien servida la casa con un fallecimiento ilustre. Pero ya estaba cansado y un poco confuso.
Después de ser operado le llamaba con frecuencia por teléfono. Aunque solía cogerlo su hija, que estaba siempre cerca de él y me lo pasaba a continuación, un día lo cogió él mismo. Recuerdo que me dijo: «Manolo, aunque hoy he salido un poco a andar con un «taca taca» o como le llamen a esto, al menos los dolores se me han calmado. Pero lo que más me alegra es que tengo mi conciencia muy tranquila para lo que pueda venir».
Y, desgraciadamente, vino al poco tiempo.
En la misa por su funeral en San Agustín, el domingo 15 de septiembre, día en el que la Iglesia celebra a la Virgen Dolorosa, un emocionado dominico Padre Vílchez, gran amigo y confidente suyo, haciendo honor a la fama de grandes oradores de su Orden, dijo una homilía bellísima llena de sentimientos y profundidad, que de alguna forma el propio Rafael la hubiera firmado. Estas fueron sus palabras, que quedan para la posteridad, escogidas de Agustín de Hipona:
“La muerte no es nada, sólo he pasado a la habitación de al lado. Yo soy yo, vosotros sois vosotros. Lo que somos unos para otros, seguimos siéndolo.
Dadme el nombre que siempre me habéis dado. Hablad de mí como siempre lo habéis hecho. No uséis tono diferente. No toméis un aire solemne y triste.
Seguid riendo de lo que nos hacía reír juntos. Rezad, sonreír, pensad en mí. Que mi nombre sea pronunciado como siempre lo ha sido, sin énfasis de ninguna clase, sin señal de sombra.
La vida es lo que siempre ha sido, el hilo no se ha cortado. ¿Por qué estaría yo fuera de vuestra mente? ¿Simplemente porque estoy fuera de vuestra vista? Os espero. No estoy lejos, sólo al otro lado del campo. ¿Veis? Todo está bien.
No lloréis si me amábais ¡Si conociérais el don de Dios y lo que es el Cielo! ¡¡Si pudiérais ver el canto de los Ángeles y verme en medio de ellos!! ¡¡ Si pudiérais ver con vuestros ojos los horizontes, los campos eternos y los nuevos senderos que atravieso!! ¡¡Si por un instante pudiérais contemplar como yo la belleza ante la cual todas las bellezas palidecen!!
Creedme. Cuando la muerte venga a romper vuestras ligaduras como ha roto las que a mí me encadenaban, y cuando un día que Dios ha fijado y conoce, vuestra alma venga a este Cielo en el que os ha precedido la mía, ese día volveréis a ver a aquel que os amaba y que siempre os ama, y encontrarás su corazón con todas las ternuras purificadas.
Volveréis a verme, pero transfigurado y feliz, no ya esperando la muerte, sino avanzando con vosotros por los senderos nuevos de la Cruz y de la Vida, bebiendo con embriaguez a los pies de Dios un néctar del cual nadie se sacia jamás.”
La misa constituyó una gran manifestación de duelo en su barrio. Se empeñó en asistir hasta la persona seguramente de más edad del mismo, Conchita Morales, la dueña del estanco de la Piedra Escrita, a sus más de 95 años. Tenía que ir a despedirse por última vez de su amigo como fuese. Con eso ya está dicho todo.
Descansa en Paz, Rafael.