Carta a los Reyes Magos
Queridos Reyes Magos:
Hará algo así como cincuenta años que no os escribo, cuando aún recuerdo que os pedí en mi última carta el fuerte de Comansi y la escopeta de Daniel Boone. Y no lo hago por no creer en vosotros, pese a algunos amigos pesados, todo el día erre que erre con lo de que los reyes son los padres y similares sandeces. Ni siquiera por la sonrisa cómplice de mis hijos, cuando por estas fechas les pregunto si os han escrito sus cartas.
Tal vez sea por ese estado natural de credulidad de mi carácter, o por la fe inquebrantable en la magia del día seis de enero y, cómo no, por no presentarme a mi edad con la carta a la puerta del Corte Inglés y sentarme en las rodillas del paje real, cuestión ésta que me parece por más indecorosa, máxime en los tiempos que corren.
Pero ahora que gozo del privilegio de un espacio donde trasladar mis pensamientos y mis emociones no puedo por menos que agradeceros públicamente tantas y tantas noches de nervios y desvelos, y otras mañanas más de ilusión y alegría.
Cuántas noches trasnochábamos inquietos, bien de niños por dormirnos o de mayores por recibiros. Manzana en la ventana para el camello, cubo de agua para saciar su sed, y copa de anís y mantecados en un mantel primorosamente preparado para vosotros, deseosos de que a la mañana siguiente hubierais tenido a bien bendecir nuestra casa con vuestra presencia.
No se trata ya de más o menos regalos, de carbón dulce o el último modelo de scalextric, la playstation o el tocadiscos que tanto ansiaba. Se trata de creer que todo es posible. Que una noche de invierno, la ilusión reflejada en tres misteriosos magos de Oriente recorre los hogares de millones de familias para, a la mañana siguiente, provocar la admiración en las caras de todos, abuelos, padres e hijos, familias unidas en el afecto, el cariño y el amor que desprende cada uno de los paquetes cuyos lazos se abren en el alboroto de la fiesta.
Poco me queda por pedir que sea material, pues me habéis bendecido con una familia que llena mis horas y de la que cada vez me siento más orgulloso, me habéis regalado amigos inmerecidos y cada año me sorprendéis con algún regalo que, por inesperado, hace que crea aún más en vuestra magia.
Soy consciente de que no os puedo pedir ciertas cosas, más aún aquellas que no dependen de vosotros, sino de la continua irreflexión de un mundo perdido de la gracia de la fe. No puedo rogaros que se acaben las guerras en el mundo. No puedo solicitar de sus graciosas majestades que nuestros gobernantes pongan la atención en sus ciudadanos y sus problemas reales, no en los que ellos crean para luego no solucionarlos. No puedo aspirar a que el hambre en nuestro planeta se convierta de la noche a la mañana en una anécdota triste del pasado, ni pretender que la medicina llegue a todos sus rincones y la energía sea limpia, barata y segura. Qué lugar quedaría para el esfuerzo continuo del hombre en el uso de su libertad.
Pero sí que puedo pediros que en esa noche mágica del cinco de enero, cuando paráis el tiempo, trasladéis a la conciencia de todos palabras de verdad, limpias aunque duelan (como dice la canción de Manu Chao), de amor y de paz. Que en ese diálogo que sólo las almas comprenden, locos y cuerdos, sanos y enfermos, ricos y marginados escuchen el mismo sonido y sientan las mismas vibraciones que solo desde la presencia de Dios son capaces de abrirse camino en la oscuridad.
Quiero pediros por el Mundo, que el oro sea luz, el incienso verdad y la mirra vida en el alma de cada uno de nosotros, pues aunque solo sea por un instante, cuando los problemas nos embarguen, siempre podremos acudir a su recuerdo, al embriagador instante de una sonrisa sincera, de un abrazo cordial y de un beso de cariño imborrable.
Y bueno, ya que estamos, hay una guitarra que me encanta……., pero en fin, eso lo dejo para otra ocasión.
¡Suerte, Ale, todo irá bien!
PDA: Bajo tus alas protégenos, San Rafael.