El éxito del cristianismo (I)
La biblioteca de Alejandría no fue primordialmente destruida por Cirilo y sus monjes, según reza un lúgubre capítulo de la vasta propaganda anticristiana. La ingente cantidad de rollos de papiro –acaso medio millón de libros-- reunida por la dinastía ptolomaica, cuya riqueza documental sobre el mundo antiguo entró ya en declive bajo Ptolomeo VIII, recibió un golpe mortal por las tropas de Julio César, que desataron un pavoroso incendio en el 48 a. de C. en el transcurso de la segunda guerra civil romana. En contra de lo que en su nesciencia creen bastantes, la Iglesia Católica no censuró, silenció y reprimió los mejores logros de la cultura universal, sino que los integró sagazmente, según su leal entender, en su cuerpo doctrinal. Hay que tener mucho cuidado con las afirmaciones taxativas sobre los hechos acaecidos en el pasado, y más aún cuanto más remoto. Y, en especial, rechazar ese timo argumentativo del pars pro toto, consistente en extraer una gota de agua para desmentir el mar.
Por eso adolece de impudicia intelectual discutir y extrapolar la veracidad de cada detalle procedente de cada relato, con vistas a generalizar. No es imprescindible creer en la literalidad de cada hexámetro en la Ilíada para comprender que Troya, lo mismo que sus guerras y destrucciones, existieron; ni es necesario aceptar literalmente cada episodio referido en las vidas de santos para reconocer que estos hombres y mujeres fueron de carne y hueso, y que conforman una epopeya de bondad y heroísmo. La Iglesia Católica, como su propio nombre indica, basa su solidez en una fundada aspiración a la universalidad. Su amor no es parcialidad sectaria, sino integración sin fronteras, búsqueda permanente de la verdad. Es ocioso negar que hayan podido darse crímenes o errores en su seno, pero a no dudar son infinitamente menos que los denunciados por sus enemigos, amén de radicalmente minoritarios con respecto al abrumador caudal de sana creatividad y aportación civilizatoria.
Si comparamos el cristianismo con la mitología y la filosofía griegas, con el esplendor cultural del Antiguo Egipto o con la rara belleza del judaísmo, es obligado constatar que su gran logro reside en englobar estos ingentes tesoros de la humanidad, para extraer de ellos sus mejores hitos, resignificándolos del modo más persuasivo. Ya podemos leer cuanto queremos a los Meslier, Diderot, Karlheinz Deschner o Fernando Vallejo, lo mismo que al cuarteto formado por Hitchens, Dawkins, Dennett y Harris, que la impresión no cambia: aparecen como sujetos tan perspicaces como obcecados, poseídos de resentida fatuidad, incapaces de aportar ningún argumento serio ni definitivo contra la validez del cristianismo o contra su núcleo más feraz y diamantino, curtido y enriquecido por la Reforma protestante y mentes como la de Adolf von Harnack, que es la Iglesia Católica.
La patrística, los textos del cristianismo primitivo, poco tienen que envidiar, en cuanto a sutileza, fulgor verbal y sabiduría humanística, a los de los antiguos griegos, que a su vez han aprendido de los antiguos egipcios y de otras culturas mesopotámicas. Ahí está el Libro de los muertos hallado en la tumba de Yuya, el «tyaty» del Faraón, que el egiptólogo Ahmed Osman identifica nada menos que con José, hijo de Jacob. Porque el cristiano de ese tiempo, evidentemente, ha sido antes helenista y judío, cual ejemplifica san Pablo. Pero, además de esto, albergan un misterio y una revelación admirables, susceptibles de fundar una ética superior. Su promesa de redención, dirigida hacia todos los seres humanos de buena voluntad, es el regalo más grande que haya recibido el hombre desde que evolucionó -en virtud de un diseño prodigioso escrito en fórmulas de excelsa matemática- a partir, quizás, de las esponjas multicelulares previas al período Cámbrico.