Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

El éxito del cristianismo (yIII)

«Si Europa se rinde al islam, tras abandonarse a una fláccida etapa de desarme moral, nihilismo desganado y confusionismo sexual, allá ella»

Actualizada 05:00

España, menuda paradoja. Gozamos de un país hondamente católico, que refleja su devoción en inigualables tesoros arquitectónicos, pictóricos, teológicos, musicales, literarios y antropológicos, en un arte sacro y en unas tradiciones populares de primera magnitud, que atraen a millones de turistas extranjeros cada año; y a la par nadamos en una ciénaga de odio anticatólico, que ha sustituido el crimen de los años treinta por el vilipendio posmoderno. Para constatar aquel furor salvaje, esa patología enfermiza, no es necesario dejar la provincia de Córdoba. Basta visitar las iglesias que en 1936 cayeron en manos nacionales, y repetir luego la operación con las que cayeron en manos de los rojos. Comparar las que hay al sur de la provincia con las situadas al norte. Las primeras siguen repletas de belleza, retablos barrocos y objetos inestimables, procedentes de un pasado honroso. Mientras que las segundas, que fueron saqueadas, quemadas y profanadas por las izquierdas, apenas cuentan hoy con los reemplazos, harto modestos en su sobria funcionalidad, que fueron surgiendo de la larga posguerra sin peculio.

Porque ese celebrado Cristo de Mena, que aplaudimos cuando lo portan con emoción los legionarios malagueños, no es el Cristo de Mena, sino una réplica, dado que el original fue fusilado, mutilado y quemado por los comunistas. Claro que la totalidad del arte religioso de Málaga fue implacablemente destruida por las hordas abestiadas los días 11 y 12 de mayo de 1931. Sí, decimos 1931, no 1936, pues era para «celebrar» la recién proclamada República. A ver si nos enteramos de qué ocurrió primero y de qué ocurrió después, y dejamos de trabucar el orden secuencial. Málaga fue la ciudad española donde más atroz fue la devastación; aunque en esas mismas fechas, en mayor o menor medida, muchas ciudades andaluzas y levantinas, además de Madrid, fueron pasto de las llamas y la violencia anticatólica.

Abundantes españoles todavía arrastran una imagen de la Inquisición que es tenebrosa y genocida. Ignoran que fue la institución de justicia penal más magnánima y menos cruel de toda la historia europea. Nada menos que Henry Kamen, el gran hispanista judío de sesgo progresista, decidió rehacer su valioso libro sobre la Inquisición, basado en su tesis doctoral, al objeto de rectificar de plano, por honestidad profesional e intelectual, para publicar una segunda edición atestiguando la falsedad de los prejuicios derivados de la leyenda negra; unos prejuicios, y una leyenda negra, hace ya mucho descartados por la historiografía internacional, pero que sobreviven en el autoodio de la izquierda española hacia su patria, y en los panfletos debidos a personajillos de segunda división, comprados con fondos del contribuyente español para que calumnien a España.

De idéntica manera las Cruzadas, tan denostadas como viles ataques al islam, son exactamente lo contrario de lo que afirma la propaganda antioccidental, y nada tienen que ver, en su fundamental nobleza y altruismo (pues fueron sufragadas con el patrimonio de los propios participantes) con esas guerras de conquista tan típicas de los musulmanes, las mismas que expulsaron de Egipto, Oriente Medio y el norte de África a los cristianos originarios de esas tierras, en las que habían vivido, predicado y difundido nuestra cultura mucho antes de Mahoma. Pero Europa ha enloquecido y sufre una pulsión suicida, bien descrita por Houellebecq, pero observable en Suecia, Holanda, Bélgica y otras partes, ávidas de sustituir la Cruz por la Media Luna, mientras ceden al invasor el monopolio de la virilidad, la procreación y la demografía.

¡Cuán importantes son y han sido las mujeres! El cristianismo primitivo no habría triunfado sin ellas. Las mujeres de ese tiempo descubrieron, impulsaron y exigieron la igualdad. Escaparon del encierro y la subordinación que les imponían los antiguos griegos. Rechazaron el aborto y el exterminio de las niñas recién nacidas que era moneda corriente en la sociedad romana, y obligaron a padres y maridos a respetarlas como a iguales. Estúdiese a sabios como Peter Brown, a sociólogos como Rodney Stark, a tantas voces autorizadas como existen. De ellos aprendemos cómo el cristianismo no fue una religión de iletrados sin bocado que echarse a la boca, sino una consecuencia del idealismo, la bondad y la fe de individuos relevantes de la sociedad, que renunciaban al poder y al dinero por amor a Jesucristo. Mientras en Europa imperaba la barbarie, en Oriente crecía un movimiento imparable, venciendo incontables dificultades, arrostrando martirios y persecuciones, desarrollando una brillante producción escrita y conviviendo, durante siglos, con paganos y judíos.

De similar manera hemos de recordar que Europa no es el mundo, ni tan siquiera Occidente, sino una excepción. Basta de eurocentrismo. El cristianismo evidencia una magnífica salud en toda América, al norte igual que al sur. Lo mismo es observable a lo largo del globo, al este tanto como al oeste. Los cristianos declarados suponen más del 40% de la población terrestre, seguidos de lejos por musulmanes, hindúes, budistas y otros credos. Muchos países africanos disfrutan de extensas mayorías cristianas, en unos casos católicas y, en otros, protestantes. Poco más del 10% de los cristianos del orbe son europeos. Si Europa se rinde al islam, tras abandonarse a una fláccida etapa de desarme moral, nihilismo desganado y confusionismo sexual, allá ella.

La resurrección de la carne será como imaginaba san Pablo, o será de otra manera. Lo palpable es que el de Tarso no se estaba inventando ninguna historia que no hubiesen barajado ya los antiguos egipcios, o los incas, o cualquier cultura principal de la humanidad. Porque en todas las épocas y en todas las partes del planeta, con independencia entre sí, los seres humanos han buscado y percibido la llamada de la trascendencia, la necesidad de renacer, de sentir gratitud y acatamiento hacia algo mayor que uno mismo. Donde hay vida, hay esperanza.

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