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La comunidad de las miserias

Actualizada 05:00

Estamos en un tiempo, Semana Santa, muy favorable para pensar sobre las miserias. El evangelio está lleno estos días de Judas por aquí y traiciones por allá.

Hace poco tiempo vino un amigo a contarnos una cosa importante de la que había hecho experiencia. Él vivía una circunstancia humanamente dura que había aceptado pensando que llevaba razón. Afirmaba su razón por encima de todo y de todos. Por las noches se despertaba. Su corazón apenas le dejaba dormir unas horas. ¡Hasta llegó a pensar que se moría! En su cama sentía que no había aire en toda la atmósfera terrestre suficiente para sus pulmones.

Y cedió. Se dijo: «Que le den a la razón, prefiero dormir». Fue entonces cuando se abrió a la posibilidad de algo más allá de sí mismo que apenas alcanzaba a enunciar, pero que su corazón le pedía con obstinada repetición. ¡Y durmió, vaya si durmió! Reapareció en los sitios y amigos que había dejado por ligeras sospechas de no estar alineados a sus tesis.

¿Cómo puede ser que el corazón descanse cuando reconocemos nuestra imperfección, nuestra culpa, fragilidad y más se tensa y nervioso está cuando más afirmamos nuestra perfección, nuestro yo, nuestro ser?

¡Qué cosas! Algo así decía Peguy: «Las personas honestas no tienen la apertura provocada por una espantosa herida, por una miseria inolvidable, por una añoranza inolvidable, por un punto de sutura eternamente mal cosido, por una inmortal inquietud, por una invisible y recóndita ansiedad, por una amargura secreta, por una decandencia perpetuamente enmascarada, por una cicatriz eternamente mal cicatrizada. No presentan aquella apertura a la gracia que esencialmente es el pecado. (...) las 'personas honestas' no se dejan mojar por la gracia».

Justo así. De todas las religiones, sólo hay una que ha entendido hasta el fondo esto de las propias miserias y ha hecho algo así como «La comunidad de las miserias».

Tom Holland en su increíble libro Dominio -sobre la historia del cristianismo-, en el apartado sobre la caridad subraya como «A los dioses, los pobres les importaban un comino. Pensar otra cosa era propio de cabezas huecas». Y llega un Dios que, de repente, es lo contrario. Hace una comunidad de míseros más que de virtuosos y les enseña a reconocerlo y a no aparentar otra cosa. Y así tenemos el primer Papa de la historia de la Iglesia igual de traidor que el denostado Judas. ¿Dónde está la diferencia?

¿Por qué mi amigo de repente puede dormir? Porque el reconocimiento de la miseria es la antesala de la misericordia de Dios. Y eso es mucho más grande que la propia medida. Los grupos más vivos en la historia de la Iglesia se han caracterizado mucho más por dejar espacios a la comunicación de las miserias que por el cacareo de las virtudes.

Imaginemos un director de una multinacional que empieza su discurso en la convención anual subrayando sus errores. Eso hacemos los cristianos cuando empezamos uno de nuestros actos centrales, la misa. Conmovedor.

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