Subidos en los hombros de gigantesBernd Dietz

El judaísmo y los Rothschild

Actualizada 05:00

Hay una tozuda obsesión con «los Rothschild», a quienes se atribuye un férreo control planetario sobre las finanzas, las empresas, los gobiernos, los medios de comunicación, los organismos internacionales, la agenda 2030 y, por ende, las vidas de quienes pisamos la tierra. Y también un corolario que da grima intelectual: la convicción de que los judíos, como un solo hombre, se hallan conchabados en una suerte de mafia secreta, que actúa en íntima concertación para lograr unos fines trazados por esa legendaria «familia». Lo cual da pie, a quienes gozan alimentando patrañas, a suponer que el judaísmo es una insana perversión, nacida hace milenios, que solo hallará remedio el día que no reste un judío sin apiolar. Motivo por el cual los adeptos a la creencia acarician, de tripas adentro, la noción de que el antisemitismo padece una injusta mala prensa. Concluyendo que los peores enemigos del pueblo hebreo y su identidad, de Hitler a Jomeini, aun teniendo defectillos, fueron benefactores de la humanidad.

Que los Protocolos de los Sabios de Sion no han acabado siendo «tan falsos,» declaran, poniéndose sesudos, estos partidarios del «muerto el perro, se acabó la rabia». ¡Si sabrán ellos! Piensan: ¡qué felices estaríamos los «decentes» sin la «raza» judía! Nos habríamos ahorrado a Abraham y a Moisés, a Maimónides y a Spinoza, a Einstein y a Amedeo Modigliani, a Georges Bizet y a Gustav Mahler, a Kafka y a Boris Pasternak, a Jerry Lewis y a Scarlett Johansson. A Ana Frank. Los almacenes Marks & Spencer. La lista de judíos cuya inexistencia lamentan desear, aunque lo hacen por nuestro bien, es extensa, y ello sin ir a otros hitos de sangre judía como Jesús, San Pablo o los apóstoles. Pero es lo que toca, si estás en la pomada.

Porque están todos confabulados, ¿verdad? No nos escama igual que un negro sea negro o un musulmán, musulmán; y si alguien del grupo respectivo comete una fechoría, real o imaginaria, no solemos endosársela al colectivo entero. Mas sí nos ocurre con los judíos, al barruntar que esa filiación está, desde la cuna, marcada por una perfidia intrínseca. Como si los judíos portasen un gen radioactivo, apto para asustarnos y crisparnos. Y si llevamos desde Nabucodonosor discriminándolos, persiguiéndolos y forzándolos a apretujarse en zonas y oficios acotados, seguimos sin dormir tranquilos. Sino que, justificándonos, añadimos: «¿Veis lo raritos que son? ¿Veis como no se integran?» A propósito, ¿no será que parte del pavor que nos inspiran tenga que ver con que recelemos de su hipotética revancha, tras tantísimos siglos montándoles pogromos?

Sin embargo, nada le queda más lejano al ethos judío que el sentir sectario. Porque el pueblo hebreo es el más ecuménico del globo terráqueo, el que más y mejor ha irradiado un humanismo universalista, exento de proselitismo, mientras preservaba la propia cohesión en su compelida diáspora internacional y destilaba una espiritualidad sin parangón, ligada a su confianza en el Creador. Eso es bello. Recordemos el mensaje que Juan Pablo II introdujo en el Muro de las Lamentaciones el 26 de marzo de 2000: «Dios de nuestros padres, Tú elegiste a Abraham y a sus descendientes para traer tu nombre a las naciones: nosotros estamos profundamente acongojados por la conducta de aquellos que en el curso de la historia causaron sufrimiento a esos hijos tuyos y pidiendo tu perdón expresamos nuestro compromiso de hermandad genuina con el Pueblo del Pacto.» ¿Qué parte de tan contrita confesión no se comprende? Es en efecto la religión católica, habiendo rechazado bulos infames como el de los libelos de sangre, la única capaz de irradiar una bondad comparable, en su aspiración a una metanoia que abrace la suma de los seres humanos. Lo cual exige velar por su libertad, dignidad y derechos. Algo justo en las antípodas de esa siniestra estrategia globalista, horra de amor y justicia, que solo augura muerte, esclavitud y nihilismo.

Pero vayamos con los Rothschild, no menos necesitados de desmitificación que los sufridos hijos de Sion. Hay algo de cuento de hadas en cómo un tal Isak, hacia 1565, vivió en una casucha de Fráncfort conocida como «Zum roten Schild», porque tenía una chapa roja en la fachada, y cómo sus descendientes, cuando se levantó la prohibición general de que los judíos pudiesen usar un apellido, adoptaron el de Rothschild. De ahí llegamos al primer Rothschild importante, Mayer Amschel Rothschild (1744-1812), un esforzado banquero hecho a sí mismo, del cual brota la archiconocida dinastía, basada en la lealtad que sus hijos, enviados a distintos países, supieron imprimir al noble sueño del progenitor. Un musical de Broadway, Los Rothschild, obra de Yellen, Harnick y Bock, estrenado en 1970 y nominado a nueve premios Tony, lo describe. Es una de las múltiples adaptaciones artísticas de lo que a todas luces constituye un mito. Un símbolo que, como escribió Elie Wiesel, Premio Nobel de la Paz en 1986, solía dar consuelo a los incontables judíos pobres y victimizados.

La inmensa mayoría de los judíos no son multimillonarios. Ni siquiera la inmensa mayoría de las 886.671 personas que, según Forebears, llevan hoy el apellido Rothschild. Pero sí es cierto que ha habido y sigue habiendo algunos Rothschild riquísimos, que en ocasiones aportaron considerable dinero a causas idealistas, tal la creación del Estado de Israel o la ayuda a los desfavorecidos. Lo que no tiene ni pies ni cabeza es conceptuar a los Rothschild como clan diabólico, ni centro de una conjura inmoral. Ni sacarle demasiada punta a la batalla de Waterloo y a otros clichés sensacionalistas respecto al control del suministro de dinero. Quien busque información veraz no tiene más que acudir a la historiografía profesional, como los dos soberbios tomos publicados por Niall Ferguson.

Por otra parte, quienes se obcecan en denunciar la conspiración judeocapitalista han identificado hace tiempo a su paladín, que es Vladimir Putin. Este infatigable luchador contra el Nuevo Orden Mundial, el terror de los homosexuales, el amigo de Irán, el bravo desnazificador de Ucrania (en combate mortal con el judío Zelensky), ha logrado desbaratar, según ellos, la trama financiera urdida por los Rothschild que mantenía atenazada a Rusia, por orden de la masonería anglonorteamericana. Sin duda son el equivalente actual de quienes escribieron en su día que los Rothschild habían financiado a Darwin para que escribiese El origen de las especies, con intención de destruir el cristianismo.

Decía Saul Bellow, judío y Premio Nobel de Literatura, que ser paranoico no excluye la posibilidad de ser perseguido. Quienes envidian, temen y aborrecen con incansable brío a los judíos se acogerán agradecidos al criterio, aunque lo articulase un judío, por verse aludidos. Lo mismo que, mediante una cláusula similar, los progresistas más cafeteros continúan reivindicando el comunismo ante cualquier evidencia empírica de los desastres y las atrocidades generadas. Los famosos cien millones de muertos de los Mao, Pol Pot o Mengistu Haile Mariam son para ellos un gaje del oficio, un pago asumible a la utopía del buenismo. Pero lo que, por lo visto, resulta de todo punto inadmisible, para la izquierda, cierta derecha y sus respingos santurrones, es que el Estado de Israel defienda con contundencia militar, frente al inveterado gusto por la judeofobia que hace vibrar al agresor, su supervivencia como nación. Poniendo toda la carne en el asador, cómo si no.

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