Hamburguesas, cervezas y una estatua para Fernando III, El Santo
A uno -que es un bocas- siempre le ha gustado llevar un poco la contraria solo porque alguien, puñetas, tiene que hacerlo. Por conmiseración, quizá hacia el prójimo. O por fartusco, que también. En esas estaba, digo, cuando decidí coger la vespa, aparcar sobre una acera –arréstenme, fuerzas de seguridad del Estado- y patear durante unas cuantas horas los barrios de la Judería y Alcázar Viejo.
No sé, era mediodía de un viernes soleado de octubre en Córdoba y me di al capricho posmoderno. Así que, ni corto ni perezoso, me dejé arrastrar por la marea de guiris que asolan nuestra ciudad mientras recorría calles, tabernas y turbios meaderos de esquina. He de reconocer que –lo confieso-hace ya una pila de años, fui mochilero. Nunca he estado demasiado orgulloso de aquello pero uno tiene que seguir viviendo. Viajé durante semanas por Marruecos junto a una bonita muchacha alemana, me aburrí como una ostra durante meses por la Europa calvinista y fui feliz cuatro días en Roma. Poco más. Gracias a Dios dejé aquella fea costumbre. Desde entonces no he vuelto a viajar. No le veo sentido, habiendo una taberna cerca y los Episodios Nacionales de Galdós o cualquiera de Pérez Merinero de la colección Novela Negra de Bruguera en la mesilla de noche.
En esas estaba, de bostezo en bostezo, cuando me topé, algo divertido, con la imposible estatua de Alhaquén II en los jardines del Campo de los Santos Mártires, frente al Alcázar. Vaya tela, me dije. Después, empecé a reírme solo, como un viejo científico sabio y loco. Como dentro de una canción de Carolina Durante, tropecé luego con el templete kitsch del Monumento a los Enamorados de, al parecer, un cristiano y una musulmana. O viceversa, qué más da. Todo era como un plató de Bollywood a ojos de un tipo aficionado a los viejos tebeos como yo.
Al poco, traumatizado quizá, me vino al tarro una noticia anunciada hace ya unos meses por el señor que actualmente ocupa la alcaldía: habrá estatua a Fernando III en Córdoba. Por fin, proclamó, entre castañuelas y alharacas. Arrea con el notas, pensé.
Fernando III, llamado el Santo, no fue un mal tipo, de veras. No mucho peor que usted. Al frente de sus mesnadas y bajo los pendones de Castilla y León reconquistó Córdoba y un puñado de ciudades más para la cristiandad. Es un hecho, no una opinión, por mucho que a mi vecina del tercero de peinado imposible le moleste, vaya usted a saber por qué diablos. Gracias a Álvaro Colodro y Benito de Baños –otros posibles héroes anti-woke para la lista de perseguidos- las tropas cristianas tomaron esta ciudad. No mucho después, Córdoba fue repoblada por castellanos, gallegos, leoneses, francos y aragoneses. Gentes de oficio y daga larga. Herreros, zapateros y artesanos que dormían con la espada bajo la almohada. Así era la vida, guste o no. Seamos lo que seamos, nosotros, los cordobeses, provenimos de ellos. Oiga, como usted.
La cultura de la cancelación va rápida, alcalde. Dese prisa.
Solo le pido a Dios que la prometida estatua de Fernando III, el Santo, y que fijo nunca se llevará a cabo en las próximas décadas, sea una efigie soberbia y digna de nuestro viejo rey castellano, como Córdoba merece. Pero, después de esta vana ilusión, apesadumbrado por mi ingenuidad, entré en una bodega del Alcázar Viejo y pedí un vino.
No ponían hamburguesas y, con media sonrisa, por fin, respiré.