Monteando en El Risquillo
«Una finca que engrandece y dota de sentido el calificativo montero: bastión de pureza, integridad y verdad»
En la noche previa, los nervios hicieron de las suyas y acabaron llevándose el duelo con el sueño. Dormir lo que se dice dormir poco, pero estaba justificado, el día lo merecía.
Cuando quise acordar, estábamos repechando el Jándula en busca del Santuario. La «pelúa» que revestía los rasos de Navaltorno no engañaba, el termómetro marcaba tres grados bajo cero. Sin embargo, el día pintaba muy bien. Ausencia de aire, también de nubes y cualquier otro factor desagradable para la caza. Mientras las primeras cucharadas de migas viajaban rumbo a mi estómago, tenía la certeza que disponíamos de todos los ingredientes necesarios para cocinar una gran jornada de montería.
La mancha de los Veladores, de unas 700 hectáreas, fue la elegida. La conocíamos de otras ocasiones y sabíamos que era muy caliente para los cochinos. Así lo recalcó el orgánico en la casa, sabedor que podíamos tener una «cochinada» importante metida dentro.
El siempre caprichoso azar, que lleva imperando en los sorteos -o así debiera serlo- desde tiempo inmemorial, nos mandó al número 3 de la armada del Arroyo. Una traviesa ubicada en la cara sudeste de la mancha, próxima a la linde con El Rapao. Sobre el papel era de nuestro agrado, pero haciendo uso de las siempre recurrentes analogías taurinas, «hasta que no salga el de los rizos por chiqueros es hablar por hablar», o lo que es lo mismo en el mundillo cinegético, «a las tres hablamos».
La postura quedaba conformada por un cortafuegos moteado con varios chaparros que dificultaban enormemente el disparo, y un testero enorme, pero de escasísima visión por lo frondoso de su vegetación. Las mesas de jaras cruzadas, tan típicas de la mancha, así como la cantidad de charnecas de elevada arboladura, complicaban en exceso la visión del pecho, que, a todas luces, tenía pinta de ser muy querencioso.
Al poco de soltar, comenzaron las primeras carreras de reses. Algunos tiros desperdigados por las vaguadas de los Veladores animaban la siempre musical sinfonía de la montería. Pronto llegaron los perros punteros a nuestro testero, y sus ladras nos alertaron. Un tropel buscaba la huida por la zona más alta del cerro, pero no alcanzamos a ver nada. A los pocos minutos, otros dos podencos de bellísima estampa irrumpieron a media falda, y pronto levantaron otro bicho que se volvió a frenar a los pocos metros. O mucho me equivocaba o esas carreras pertenecían a los de «la mirada baja».
El movimiento de reses cervunas brillaba por su ausencia, sin embargo, parecía que en las inmediaciones de la postura los cochinos se habían pegado «guantás» por acostarse. Aquello estaba hasta el tapón. Fueron muchos los trasluzones que pudimos ver, pero la inteligencia de los cochinos, unidos a la escasez de perros provocaba que no quisieran romper a la raya que defendíamos. En esas estábamos cuando por el margen derecho del puesto saltó un cochino de enorme porte al cortafuegos. De un certero disparo, mi padre se quedó con él. Sus tupidas barbas y alargado hocico nos avisaban desde la lejanía de su sexo, hembra. Al poco tiempo, los perros volvieron a sacar un marrano de los coronos del testero, este buscaba zafarse de la rehala corriendo hacia derechas, pero cuando estaba a punto de desparecer, pegó el típico quiebro cochinero para poner rumbo contrario y dejar a los perros con un palmo de narices. Sin embargo, el 300 de mi padre hizo su trabajo, derribándolo en las inmediaciones del arroyo.
La montería iba avanzando, los tiros aumentaron, pero es cierto que, en nuestra zona, todas las ladras eran de cochinos. Por lo que fuera, a estos caprichosos animales, conocidos comúnmente como los viajeros de la sierra (pues siempre tienen listas las maletas para mudarse a fincas colindantes) los habíamos cogido allí.
Con la calma que deja el paso de las rehalas, hora culmen para tirar los cochinos zorreados, agudizamos los sentidos. Y de buenas a primeras, sin previo aviso, adiviné el bulto de un marrano a medio testero. Tras dos disparos, me quedé con él. El mismo final ocurrió con otro hermano, pero este dobló al primer golpe de gatillo. Las rehalas emprendían su vuelta, y al paso por nuestra postura, les comentamos la cantidad de cochinos que habíamos podido ver y que no se habían tirado. Animamos al perrero a que metiera sus podenquillos en ese jaral que había dado cobijo a tanto marrano durante la mañana, pero hizo caso omiso. La vuelta de todas las rehalas de nuestra mano fue por el mismo cortafuegos. Una lástima y deshonra para un oficio con tanta solera como es el de podenquero.
El resultado final de nuestra postura fue de 4 hermosas guarras cobradas y 1 fallada. Sin embargo, en las poco menos de cuatro horas que duró la cacería pudimos contar 22 trasluzones de cochinos, algo insólito en una finca abierta para los jabalíes.
Con la huida del ocaso tras las cumbres del Panizal, se presentaron en la junta de carnes un nutrido grupo de cochinos donde sobresalían 3 guarros navajeros, y un buen número de venados, destacando varios de gran porte, dignos de presidir cualquier chimenea.
La oscuridad atrapaba irremisiblemente al día, y la jornada tocaba a su fin. Volvíamos satisfechos en lo personal; sin embargo, decepcionados por el juego de los perros que entraron en nuestra zona, los cuales no estuvieron a la altura de lo que significa cazar en una finca de esta categoría. Una pena, pues pudieron propiciar una jornada histórica en cuanto a cochinos, que, tristemente, se quedaron en el campo. No sirva esta crítica sino para valorar la importancia de las rehalas en la montería, alma y motor de esta noble modalidad.
El Risquillo volvía a cumplir, una finca que engrandece y dota de sentido el calificativo montero: bastión de pureza, integridad y verdad. El enclave que conforman la fusión de Sierra Madrona y Sierra Morena es inigualable. Lo que allí se hace tiene verdad. Me atrevería a decir que el cazador siente la muerte del animal de una manera especial. Hay fincas donde la caza es más caza, o simplemente, es la caza que siempre debió ser…