
Manuel Bustos Rodríguez, en Córdoba
Manuel Bustos Rodríguez, consejero nacional de la ACdP
«Nuestra misión es que el proyecto de Dios se haga visible a través de la acción»
Catedrático de Historia Moderna y catedrático emérito de la Universidad CEU San Pablo, ha estado en Córdoba para hablar de la historia y el ideario de los Propagandistas
La tarde no invita a salir de casa sobre todo porque el diluvio se ha instalado en esta semana de marzo y no abandona la capital. Muy cerca de la escuela de magisterio Sagrado Corazón ha aparecido una balsa de agua sobre la calzada que en pocos minutos ya merece los chistes de los cordobeses en las redes sociales.
A pesar de lo desapacible del tiempo, un nutrido grupo de oyentes se han acercado hasta el coqueto y subterráneo salón de actos de la escuela para escuchar a Manuel Bustos Rodríguez (Madrid, 1950), consejero nacional de la Asociación Católica de Propagandistas, Catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Cádiz y con un basto currículum académico, además de haber sido Patrono de la Fundación San Pablo CEU y Secretario de la ACdP del centro de Cádiz.
Manuel Bustos ha venido invitado por los Propagandistas cordobeses para hablar de la historia de la ACdP y, sobre todo, de los retos actuales, que no son pocos, y que van mucho más allá de las acciones o calificaciones que se han realizado y vertido esta semana - únicamente en Córdoba- por los que consideran, desde su particular y totalitario sentido de la democracia, que la reciente campaña de la asociación dirigida al 8M es una afrenta.

Manuel Bustos, en Córdoba
- Evidentemente. El lenguaje es fundamental en todo esto, tanto en la lucha política como en la lucha cultural. Además, estamos en una época en la que el lenguaje se ha convertido en un arma arrojadiza con más fuerza que en otros tiempos. Hoy en día, parece que se cree más en el relato que en la búsqueda de la verdad o la objetividad. La lógica dominante es: «tengo un relato y mi objetivo es convencer a los demás para que entren en él y lo asuman como propio». Y esto se ha normalizado dentro del debate político y cultural.
Por eso, no me extraña que se califique a la Asociación Católica de Propagandistas como «ultra». Históricamente, ha sido un movimiento moderado, equilibrado y abierto. Pero, claro, sus ideas no coinciden con las que ciertos sectores dominantes de la sociedad pretenden implantar o que, en muchos casos, ya están implantadas.
- Sin embargo, quienes utilizan ese tipo de etiquetas también advierten sobre la polarización de la sociedad.
- Claro, esa es la trampa. Hacen mucho hincapié en la polarización, pero al mismo tiempo recurren constantemente a términos como «fascista», «ultraderechista» o «ultra», que utilizan con frecuencia para descalificar. Sin embargo, nunca se aplican esas etiquetas a sí mismos, a pesar de que, en muchos casos, provienen de grupos con trayectorias claramente extremistas, incluso con antecedentes de violencia, como el caso de Bildu.
El objetivo de este uso del lenguaje es la exclusión: situar a unos dentro y a otros fuera, marcando quién forma parte del consenso y quién queda al margen, quién está dentro de la democracia y quién queda fuera de ella. Y les está funcionando. Lo siguen utilizando porque les da resultado.
Se libra una batalla entre un discurso que parece mayoritario y una disidencia que, a pesar de ejercer derechos fundamentales, se intenta silenciar. Esto no es algo reciente; lleva gestándose desde hace tiempo. Diría que incluso antes de la Transición, pero después de ella se ha reforzado aún más. Se ha trabajado para que una gran parte de la población asuma ciertas ideas como verdades incuestionables, como el único marco válido y objetivo, de modo que cualquiera que se salga de ese marco es automáticamente etiquetado como un elemento extraño, perjudicial, contrario a la democracia o a la paz.
Y esto ha dado resultado. Se ha instaurado una lucha en sentido contrario, pero es muy difícil revertirlo porque la partida comienza desde una posición de ostracismo, desde fuera del sistema. Convencer a la sociedad de que esas ideas tienen puntos débiles, o simplemente invitar a razonar sobre la existencia de otras perspectivas con mayor sentido común o racionalidad, es un desafío enorme. Pero estamos en esa lucha, sin duda.
El objetivo de este uso del lenguaje es la exclusión: situar a unos dentro y a otros fuera, marcando quién forma parte del consenso y quién queda al margen
- ¿Se pueden librar batallas, aunque sean culturales, desde el amor al prójimo, o en algunos casos es necesario ser más contundente?
- Hay que combinar ambas cosas. Como cristianos, tenemos un mandamiento claro: el amor al prójimo. Jesús, de hecho, pone el listón muy alto, no solo instándonos a amar al prójimo, sino también a orar por quienes nos persiguen. Sin embargo, eso no está reñido con la defensa de los valores del Reino, de los principios cristianos y del pensamiento cristiano. Jesús mismo lo hizo.
Lo que no podemos hacer es recurrir a la violencia o imponer nuestras creencias por la fuerza. Si en algún momento de la historia algunos cristianos han hecho uso de la violencia, es evidente que se alejaron del verdadero planteamiento de Jesús.
Ahora bien, la defensa de la fe implica asumir compromisos, incluso llegar a arriesgar la vida por ella en situaciones extremas. Si creemos que es la verdad y que es lo que Dios nos pide, debemos seguir ese camino. De hecho, en nuestra propia asociación contamos con una lista de mártires de la época de la República y la Guerra Civil, algunos ya canonizados y otros en proceso de canonización. No es un ideal abstracto, sino una realidad que ha marcado nuestra historia.
- ¿La Ley de Memoria Democrática permite hablar de mártires?
- Bueno, no lo sé con certeza, no conozco los términos exactos, pero lógicamente la postura que prevalece en esa legislación rechaza cualquier reconocimiento en ese sentido. Como toda la culpa se atribuye al llamado bando nacional, cualquiera que muriera vinculado a él queda automáticamente excluido de cualquier forma de reconocimiento.
Y esto es especialmente problemático porque no todos los que fueron asesinados estaban en el bando nacional. Por ejemplo, en nuestra propia asociación tuvimos a Federico Salmón, ministro de la República con Lerroux, que fue ejecutado en Paracuellos del Jarama. Era republicano, y aún así fue asesinado. Sin embargo, según la lógica de esta ley, cualquier persona vinculada a ciertos sectores es condenable por definición, y su muerte no tiene el mismo valor, o incluso se justifica con argumentos como que «se lo merecían».
La Ley de Memoria Democrática busca imponer una lectura muy concreta del pasado, desde la República hasta el presente, con una interpretación ideológicamente sesgada. Es una visión que encaja con la narrativa de la izquierda, en la que hay «buenos» y «malos», sin matices. En lugar de dejar que sean los historiadores quienes hagan un análisis equilibrado, se impone una visión polarizada, donde no se reconoce que la Guerra Civil fue el resultado de errores de ambos lados.
Pero el problema no es solo la interpretación, sino su imposición. Quienes promueven esta visión cuentan con poderosos medios de comunicación a su favor, especialmente los medios públicos, lo que les permite difundir e imponer su versión de los hechos. Mientras tanto, quienes no estamos en esa línea ideológica tenemos medios muy limitados para hacer oír nuestra voz.
La Ley de Memoria Democrática busca imponer una lectura muy concreta del pasado, desde la República hasta el presente, con una interpretación ideológicamente sesgada.
- Pues hablemos de los medios de comunicación y la educación. Ambos parecen más empeñados en formar—en el sentido de moldear una determinada visión—que en informar o enseñar, ¿no es así?
- Exactamente. Su interés principal no es tanto informar o educar, sino transmitir un mensaje concreto, una determinada lectura de la vida, de la historia y del ser humano. Todo lo que favorezca esa visión es aceptado y promovido, mientras que aquello que la contradice es rechazado o directamente censurado.
Cuando una perspectiva no encaja con sus planteamientos, se descalifica con etiquetas muy precisas y con un lenguaje ya bien asentado en la sociedad. Se habla de «xenofobia», «ultraderecha», «machismo estructural», entre muchas otras expresiones que han sido cuidadosamente construidas y difundidas. Y lo preocupante es que este marco ya no se limita a círculos intelectuales o políticos, sino que ha permeado a toda la sociedad, incluyendo a la mayoría de la población.
- Frente a todo esto, la Asociación Católica de Propagandistas lleva muchos años trabajando en distintos contextos históricos. Pero, ¿cuál es exactamente el carisma de los propagandistas?
- Nuestro carisma fundamental no es el de una asociación católica dedicada exclusivamente a la caridad, ni nos definimos por un enfoque místico o contemplativo. Por supuesto, compartimos con toda la Iglesia la oración, los sacramentos y la fe, pero nuestra misión principal está en la vida pública y en la acción dentro de ella.
Desde su fundación, la Asociación ha desarrollado este carisma en los distintos contextos históricos en los que ha estado presente. Y han sido muchos: desde los años convulsos de la República y la Guerra Civil, pasando por el franquismo y la Transición, hasta la actualidad.
Nuestra misión, según nuestros propios textos, es «ordenar todas las cosas a Cristo». Es decir, que el proyecto de Dios para la humanidad, para las personas y, en particular, para España, se haga visible a través de la acción. Y esa acción se desarrolla en distintos ámbitos: la educación, la formación y las instituciones que hemos impulsado—como universidades y colegios—, a los que llamamos nuestras «obras». Ese es el núcleo de nuestro carisma.
Nuestra misión principal está en la vida pública y en la acción dentro de ella
- En cuanto a la vida pública parece que lo que se pretende es sacar a los católicos de ella.
- Exactamente. La idea dominante hoy en día sobre la religión y la fe es que deben ser algo estrictamente privado, una vivencia interior, limitada al ámbito personal o, como mucho, a los espacios sagrados o eclesiales. Y ni siquiera esos espacios se respetan siempre.
Nosotros no compartimos esa visión. La fe no puede reducirse a lo privado porque, por su propia naturaleza, impulsa a la acción y exige una presencia activa en la vida pública. Es una llamada a participar, a expresar una opinión y a trabajar por aquello que consideramos justo y necesario.
Sería absurdo que nos recluyéramos en nosotros mismos. No somos monjes en un monasterio. El amor al prójimo nos obliga a luchar contra todo aquello que le perjudica o le hace daño. Y cuando hablamos del prójimo, hablamos también de la sociedad en su conjunto y de todas las personas que la conforman. La fe nos lleva a comprometernos con el bien común, y eso solo puede hacerse desde una participación activa en la vida pública.