Crónicas Castizas
Bares y redacciones
En la misma redacción salí un día a comer y anuncié que si me necesitaban para algo, servidumbres de ser el redactor jefe, estaría «en la tasca del canalla», que es una expresión que uso para decir que me voy a un bar cualquiera, a ninguno en concreto
Cerca de todas las redacciones donde he estado, que no son pocas, y presumo que a muchos de mis colegas les pasa lo mismo, hay un bar de referencia por el que pasamos, a veces a desayunar y otras a intentar ahogar las penas y las frustraciones sin llegar al nivel que decía Manu Leguineche de ser adictos a las tres des: divorciados, depresivos y dipsómanos —forma elegante de llamar borracho a alguien—. Esa vinculación con las redacciones ha persistido cuando el medio estaba en Valportillo, en Goya y en la calle Julián Romea, alguno recordará el Scalini, donde un camarero dominicano, Félix se hacía llamar, calmaba nuestra ansia lupulina pidiéndonos, siempre, a su entender, «poco dinero». Ocurría lo mismo cuando el diario pasó a Virgen del Puerto y en otra aventura editorial en la calle Serrano. De hecho, alguno de los bares ha tomado el nombre de «La redacción» en poco disimulada y astuta apuesta del dueño por sus principales clientes en volumen y constancia.
En esta última, la de la calle Serrano, fui un día a desayunar al bar de referencia de entonces y pedí un café con leche, que entonces podía con la cafeína. Al pegar el primer trago a la taza inmaculada, noté algo rugoso e informe en la boca. Cuál sería mi sorpresa al extraerla cuando me encontré no un bloque de azúcar sin diluir, sino un conglomerado de metal y cosas inidentificables de rara estética. Me indigné e increpé al atribulado camarero arrojando a su lado para que lo viera aquel extraño y pequeño objeto mientras le cubría de improperios poniendo en duda su profesionalidad y la higiene de aquel lugar. Me marché y no di un portazo porque la puerta del local no era la adecuada a tal menester.
Volviendo a la redacción entre maldiciones en sánscrito, noté con la punta de la lengua que había un vacío en una de mis muelas y comprendí algo tarde que el objeto de marras se trataba de un antiguo empaste mío y nada tenía que ver con el café que me habían servido. No ese día, pero regresé a disculparme y pagar el café y el camarero no fue compasivo como tampoco lo había sido yo.
En la misma redacción salí un día a comer, dada la zona había muchas opciones, y anuncié que si me necesitaban para algo, servidumbres de ser el redactor jefe, estaría «en la tasca del canalla», que es una expresión que uso aún para decir que me voy a un bar cualquiera, a ninguno en concreto, es el fulano de tal de los bares en feliz expresión de Santiago Rubio.
Una aristócrata que tocaba asuntos de moda y famoseo de la revista de 400 páginas que hacíamos entonces requirió mis servicios y guiándose por lo que me había oído decir al salir hubo de buscarme y fue diligente bar por bar preguntando a los de la barra si esa era «la tasca del canalla», escuchando respuestas airadas que no eran acordes con su blasón, con su condición de mujer y con la cortesía más elemental, pero era comprensible al oírse llamar incluso con la mayor inocencia «tasca y canallas».
En otra ocasión, en una redacción universitaria, donde las puertas están siempre abiertas, una alumna estaba desorientada, recorría los pasillos buscando en vano su lugar el primer día de clase. Por fin se decidió a preguntar en el cubículo donde se amontonaban los redactores, que podían tener respuestas a sus dudas y preguntas, y les espetó: «¿Sabéis donde es la clase de radio?». Uno de los aplicados alevines de periodista le preguntó si sabía el nombre de su profesor, y ella haciendo memoria y con dificultad le dijo que le sonaba que era con Boby Deglané, el bedel que asistía a la conversación no pudo menos que intervenir para explicarle a la neófita que Boby Deglané estaba muerto, y la alumna con cara de comprensión respondió: «Seguro que por eso han suspendido las clases y no la encuentro». Tiempo después sabría que el estudio de radio tenía el nombre del popular comunicador de radio chileno que fue el primero en chotearse del «no pasarán» desde las ondas de radio en la entrada en Madrid del ejército rebelde.