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Crónicas castizas

Un espía argentino en el consulado español en Bulgaria

Le contaban que en breve llegaría un cónsul español a modo de embajador, y que el joven Nikolai podía elegir entre cumplir condena en un penal militar por prófugo y luego hacer el servicio de las armas o trabajar de chófer y asistente para el español e informar de todos sus pasos y de cuanto pudiera

Había nacido en Bulgaria, así de sopetón, sin querer, pero gracias a una madre del Río de la Plata, seductora de búlgaros, de uno al menos, se le llevaron en pañales a la Argentina, donde estudió el Bachiller o como llamen allí a los estudios primarios y secundarios. El caso es que acabó hablando español como un nativo hispanoamericano, pero al correr del tiempo se le despertó la curiosidad por su tierra natal, esa que mató al gato, y ayuno de realidades quiso conocer su patria paterna, donde había nacido y de la que tanto hablaba Georgi, su padre. Sin pensárselo dos veces, de ahí el error, que eso de pensar no es tan nefasto como algunos proclamaban antaño desde algún frontispicio medieval, marchó a la Bulgaria bajo la bota soviética.

Allí fueron padre e hijo y los violines de la ilusión dejaron de sonar en el aeropuerto cuando cogieron los papeles de Nikolai, los comprobaron y se armó la gorda. Los aburridos milicianos de la policía cogieron en volandas al joven y lo metieron en una habitación, negando la entrada a su padre. Le dijeron que era prófugo del servicio militar, que en aquellos tiempos eran cuatro años en filas, cuatro en el país búlgaro. Nikolai sintió que su mundo se hundía en un averno que desconocía. Sacado casi a rastras del aeropuerto, le introdujeron de malos modos en un coche vetusto y desvencijado que fue blanco en algún momento del pasado efímero y le llevaron hasta una central de la policía donde, a gritos en un idioma que no dominaba mucho, le explicaron que era un prófugo y le amenazaron con los siete males ignorando las protestas de su padre.

Convenientemente aterrorizado al cabo de muchas horas recibió la visita de un hombre con autoridad ante quien todos se cuadraban vestido de paisano que no se presentó él en ningún momento y le interrogó sobre su vida en Argentina y sus conocimientos del idioma español, que eran abundantes, y de España que escaseaban.

Finalmente le comunicó que el Gobierno de Sofia y sus vecinos habían restablecido relaciones comerciales y culturales con España a pesar de Franco, y gracias a López Bravo, y que en breve llegaría un cónsul del régimen a modo de embajador sin serlo, porque aún no tenían relaciones diplomáticas, y que el joven Nikolai podía elegir entre cumplir condena en un penal militar por prófugo y luego hacer el servicio militar o trabajar de chófer y asistente para el español e informar de todos sus pasos y de cuanto pudiera enterarse estando a su servicio como chófer, jardinero y asistente.

Entonces ninguno de los países pertenecía a la Unión Europea ni esta existía y sí estaban en dos bloques antagónicos, unos miraban a Moscú y los otros a Washington. Nikolai apenas lo pensó, vista la lóbrega alternativa, y decidió aceptar la oferta de aquel hombre trajeado sin insignias que fumaba un cigarrillo tras otro y los aplastaba en cualquier pared sin miramientos. El joven recordaba que su padre, cuando estaba achispado le decía que cuando alguna acción era demasiado sucia para el KGB se la pasaban y encargaban a sus colegas del servicio de inteligencia búlgaro. No temblaba porque le daba miedo hacerlo.

Le enseñaron a matacaballo y deficitarios de pedagogía algunas cosas de su nuevo oficio y tuvo que seguir un curso específico para conocer la ciudad que le era extraña. Y en cuanto convivió unas cuantas semanas con el cónsul, dado que su vocación de espía no era acendrada sino impuesta, le confesó en un aparte, lejos de donde pudiera haber micros e infectado por la paranoia: «Mi misión aquí es informar sobre usted y sobre cuanto encuentre por el consulado, usted puede despedirme y le pondrán otra persona que usted no sabrá quién es ni dónde está y le espiará. A mí con que de vez en cuando me cuente algo de lo que informar a mis jefes tengo suficiente, y usted controlará la información que me pasa y la que quiere que sepan». Al representante de Madrid le pareció bien y, después de consultarlo con las autoridades correspondientes, recibió el visto bueno y comenzó esa relación.

Semanas después, llegaron periodistas españoles en coche. Recorrían Rumania, Yugoslavia y Bulgaria para dar a conocer a los lectores de su periódico, Pueblo, aquellos países con los que España reanudaba relaciones tras el Telón de Acero. Emilio Romero, el director del periódico de los sindicatos verticales, les había metido en un coche y enviado a la Europa del Este para que vieran y contaran a sus lectores, con menos remordimientos por su seguridad que cuando les remitía a la guerra entre India y Paquistán o al conflicto árabe israelí, entre otros.

El cónsul cedió a su asistente de forma temporal y amable a los periodistas durante una semana para que los llevara de acá para allá y tuviera más cosas que contar a sus jefes. Una noche, la confianza establecida y la rakia, una bebida local extendida por el área, aflojaron la prudencia de Nikolai y poseído de su locuacidad argentina les confesó a los reporteros españoles su historia que, por fortuna, no creyeron en absoluto y tampoco publicaron, por lo que Nikolai pudo seguir con su acuerdo privado con el cónsul. Y mientras Vicente me lo relata en la cafetería de la Universidad, yo me pregunto si responderá a aquel conocido dicho de reporteros italianos: «Se non è vero, è ben trovato»: («Si no es verdad, que esté bien contado»).

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