Hambre y muerte en Ucrania: los 'logros' de Stalin
Ucrania padeció en los años 30 uno de las situaciones de hambre más terribles de la historia
Formamos parte de una sociedad afortunada. El progreso nos ha conducido hasta un momento de absoluta carencia de sensación de hambre vivida en primera persona. Y sí, cuando coloquialmente hablamos de hambre queremos decir apetito. Porque hoy, en España no se fallece por causas de malnutrición estructural o de carencia fatal de alimentos. Y es ahí es donde se encuentra el hambre de verdad, esa que conduce tras terribles padecimientos a la muerte. Todavía muchos trabajan para que desaparezcan distintos 'puntos o manchas de alerta por hambre' en el mundo, que son una lacra y vergüenza para todos.
Cuando realmente existe el hambre, satisfacer esta necesidad se convierte en la primera actividad de la persona. Y esto sucede de forma perentoria e impulsiva. El hambre es el aviso de la naturaleza para procurar la supervivencia. Una necesidad de la que advierte el metabolismo produciendo dolor en el estómago y ansia en la boca. Se inicia una actividad encadenada del hipotálamo recogiendo los avisos del sistema periférico exterior, que compara con los del metabolismo, el mecanismo interior. Y nos pone en jaque sin denuedo hasta que cubrimos esa necesidad primordial. F. Revel decía que el hambre no es mejor estado para apreciar los alimentos, porque con hambre todo parece delicioso. El hambre nos hace apreciar la caloría, esa mínima unidad de energía con que convocamos a la vida, venga de donde venga.
Ucrania, hoy en primera fila de la actualidad, es uno de los países que ha padecido una de las hambres más terribles de la historia. Terrible por innecesaria y provocada, exterminadora por haber sido inducida conscientemente por el líder de la entonces URSS, Iósif Stalin. El Holomodor de 1933 es una palabra ucraniana que significa muerte por hambre y que describe lo que ocurrió en aquellos terribles años.
Primero la percibieron los campesinos. El llamado granero de Europa empezaba a dar alarmantes signos de alerta a finales del invierno de 1932. Ni siquiera ellos sabían bien qué pasaba. Nunca les había preocupado carecer de grano; al fin y al cabo, desde la más remota antigüedad jamás les había fallado una cosecha en aquellas exuberantes tierras. Por una parte, había menos semillas que, por cierto, habían sido requisadas por el GPU, la dirección política del estado. El hambre era tal que la gente empezó a comerse las semillas antes de plantarlas, lo que agravó la situación de la siguiente cosecha, que fue prácticamente inexistente.
La hambruna condenó a la población a una muerte lenta, dolorosa e inevitable. La terrible colectivización forzosa que cayó a plomo sobre los ciudadanos de la URSS condujo a la muerte de un número indeterminado de personas que se calcula entre 5 y 12 millones. Los famosos planes quinquenales trataron de modernizar la industria pesada y para ello era necesario que algún sector pagara su precio. Ese sector fue la agricultura de Ucrania. La situación era tan confusa y asfixiante que el 7 de agosto del año 32 se aprobó la llamada Ley de las Espigas, que castigaba a quienes robaran grano o se negaran a las confiscaciones forzosas por parte del estado. La gente se moría de hambre y veía como sus hijos fallecían sin poder remediarlo. Se enviaron a Siberia más de 125.000 personas, mientras se ejecutaba por robo de trigo a unos 5.500 pobres campesinos hambrientos.
Stalin lo puso aún más complicado. Prohibió a los campesinos abandonar su tierra y refugiarse del hambre en ningún otro lugar. Se cerraron las fronteras de Ucrania a la vez que las brigadas soviéticas confiscaban el grano y la comida, condenando a la gente a una muerte inevitable. En realidad esta fue una de las matanzas que ha tenido un coste inferior para un estado, sin apenas molestias ni inversiones. Con ella consiguieron dominar a una población que se resistía a morir de hambre y que, además, ya entonces anhelaba la cercanía de Europa y para colmo era antimoscovita.
El trigo, base de la alimentación en Ucrania
El trigo era la base de la alimentación en Ucrania, como lo había sido durante milenios. No sólo era pan, era kvas (bebida de cereal), eran saciantes gachas, eran suculentos guisos. La gente empezó a comer perros y gatos cuando ya habían acabado con los animales de granja, rebuscaban hierbas comestibles e incluso se dieron casos de canibalismo. Los muertos yacían a centenares por las calles y tirados por los campos, mientras que los que aún vivían estaban tan débiles que carecían de fuerzas para sepultarlos.
Una auténtica tragedia de la que se duda si llamar o no genocidio. Pero ¡qué importa la denominación! Millones de muertos sin nombre y sin cruzada, fallecidos por una de las muertes más dolorosas (la del hambre) o torturados o ejecutados por quienes les impidieron alimentarse y sobrevivir. La opción que ofrecía Stalin era sencilla: muerte o muerte.
Durante muchos años, Europa ignoró, olvidó y se dejó engañar. En Ucrania dejó de haber Borsch, no había sopa de chucrut, no había pan ni bollos, ni hojas de col rellenas. Nadie sembraba los shuliki de semillas de amapola ni amasaba el Paska, el pan de Pascua. El medovik, un rico pastel de miel eslavo con innumerables capas, se convirtió en una ensoñación imposible.
Destruyeron Ucrania porque destruyeron a las personas. Conviene, al menos esporádicamente, refrescar los 'éxitos' del comunismo porque todos ellos pasan por sus inevitables y diferentes opciones de «o mueres o te mato». Con el sarcasmo final de la muerte por hambre en el granero de Europa.