Comer en tiempos de guerra
El conflicto candente protagonizado por Ucrania y Rusia, y del que desconocemos el desenlace, me lleva a reflexionar sobre la comida en tiempos de conflicto
La humanidad ha vivido muy pocas etapas totalmente pacíficas. Siempre ha habido guerras que han involucrado a diferentes países, además de guerras civiles o mundiales, escaramuzas y unos más discretos conflictos fronterizos. A veces han durado años, otras han sido fugaces, y también tenemos guerras históricas interminables como la que asoló Europa en la primera mitad del s. XVII, la Guerra de los Treinta Años.
Como muchos otros de mi generación, hemos convivido en paz. Mechada, eso sí, con tiras de desdichada política como la que nos asola en la actualidad. Pero en paz. El conflicto candente al que asistimos en directo, protagonizado por Ucrania y Rusia, y del que naturalmente desconocemos el desenlace, me lleva a reflexionar sobre las comidas en tiempos de guerra. Que no están tan lejos ni en el tiempo ni en el espacio. En nuestra propia casa, Ignacio Doménech escribía en 1941 un título muy conocido –Cocina de recursos–, con un subtítulo abrumador –Deseo mi comida– que expresa cómo se sentía la población española durante estos duros años.
Una época en la que había que aprovechar el albedo, la parte interior de la naranja para reconvertirla en pseudo patatas que, con un poco de cebolla, harina y leche, salpicado de condimento amarillo, servía para elaborar una tortilla de patata sin patata y sin huevo. Doménech dice en su librito: «Oh, que importancia insuperable tienen para mí, aunque sean unos modestos huevos fritos…». Y uno se estremece al pensar en cómo la importancia del alimento adquiere toda su plenitud en este escenario.
Durante las guerras mundiales, EE.UU. y Reino Unido animaron a su población a cultivar incluso en los jardines públicos
Aunque les parezca mentira, durante las guerras la primera de las preocupaciones no ha sido la batalla, sino cómo alimentar a los que tenían que vivir, luchar y mantener el frente, por un lado, y levantar el país cada día por el otro. En las dos guerras mundiales, los gobiernos norteamericano e inglés recomendaron vivamente a su población cultivar personalmente todo lo que les fuera posible. Para ello, las administraciones instruían mediante panfletos, adiestramiento en pequeños grupos e incluso hubo algún pequeño corto y ayuda de todo tipo, incentivando así la actividad hortelana. Se animó incluso a cultivar en los jardines públicos, en cualquier esquina disponible o en los pequeños alcorques del árbol de la calle. Llamaron a estos huertos que crecían en cualquier espacio disponible los «Jardines de la Victoria». Fueron de una gran utilidad, porque el autoabastecimiento de los civiles permitía que se pudiera disponer con más holgura de comida suficiente para el ejército, que era prioritaria. Esta actividad revirtió beneficiosamente en un doble sentido, y a la vez que sucedía esto, los precios de los alimentos bajaron y la economía no se veía lastrada por las necesidades de alimentos de la población civil. Mientras, los escolares cultivaban en los colegios y los vecinos se unían para plantar huertos en los patios y jardines comunitarios. La cooperación era esencial y mantuvo a la población activa, productiva, coordinada y con una moral fortalecida por el mutuo apoyo.
Las legumbres y los cereales fueron para ellos sustanciales: maíz en Estados Unidos, guisantes en Gran Bretaña. Hortalizas en todas partes, patatas y zanahorias sobre todo, y la necesidad de compartir lo cultivado para que todos pudieran sobrevivir. Una cocina en la que el ingenio y la auténtica creatividad conseguían al menos la supervivencia. Después, una buena nutrición, que preocupaba igualmente, en especial al gobierno norteamericano, para lo que contó con la asesoría del posteriormente célebre profesor Ancel Keys, que desarrolló el concepto de Dieta Mediterránea.
Igualmente, se desarrolló un recetario imaginativo y práctico que aprovechaba recursos que años antes o después casi se consideraban desperdicios. Se buscaba no sólo satisfacer la necesidad, sino disfrutar de la comida, y así panes, dulces y guisos sustanciosos se convirtieron en platos deseados. Y la fabricación de conservas se convirtió en una necesidad mediante la que se aprovechaba el exceso de producción en su temporada más alta. Todo esto suponía una auténtica perturbación en la vida cotidiana, más allá de las zonas en las que se desarrollaba el escenario bélico.
Como decía Doménech en su librito: «La mejor salsa es el hambre», ese hambre que en tiempos de necesidad se convierte en una obsesión cada día al levantarse, que nos lleva a saltar en el tiempo y a recordar las desventuras del perpetuamente ávido Lazarillo de Tormes. Las consecuencias de la guerra de siglos pasados probablemente sean diferentes a las de la actualidad, esperemos lo mejor y apreciemos el conocimiento de jardineros, hortelanos, y cocineros que durante las dos guerras mundiales salvaron infinidad de penurias.
A pesar de todas las dificultades que vivimos, nos encontramos en una de las épocas más confortables de toda la historia: hay novocaína y así no padecerá ninguna molestia en el dentista, tenemos antibióticos para un espectro importante de bacterias, y el supermercado de la esquina está repleto de todo tipo de delicias al alcance de todos. Sólo hace falta que no lo estropeemos. Y para eso es necesario revisar la historia, ahora como nunca, maestra de vida.