Gastronomía
La milenaria y definitiva receta para comer caracoles
Como sucede con otros alimentos, hay una auténtica cultura con un significado arraigado detrás de su consumo
Hay algunos alimentos que se siguen consumiendo desde tiempos inmemoriales, aunque hoy sólo se haga de forma residual. Los caracoles son uno de ellos. Resurgen en primavera en todos los campos y asedian los jardines y los huertos. Pero también se crían profesionalmente en viveros muy especializados que cubren las necesidades del mercado.
Su mercado no es muy extensivo, porque en Europa solamente se sigue consumiendo caracol en España, en Francia y en Italia. El sector de la helicicultura se distribuye irregularmente en toda España, y donde mayor número de granjas hay es en Andalucía (22 %), seguida por Cataluña (18 %) y Aragón (11 %). El país europeo donde mayor número de caracoles se consume es Francia, con unas 50.000 toneladas. En España se consumen 18.800 toneladas, así que estamos bastante lejos de nuestros vecinos.
En Andalucía es tradicional consumir el caracol de tamaño más pequeño, que popularmente se conoce como «caracol chico», y que se prepara «en caldo» Una receta que requiere una limpieza exquisita del animal, que posteriormente se hierve en agua con hierbabuena, cominos, sal y guindilla. Ese caldo les gusta tanto a los aficionados a los caracoles que suelen pedir algún vaso extra además del que contiene los caracoles (que se sirven igualmente en pequeños vasos).
Son unas sencillas elaboraciones frente a la elegante preparación de escargot à la bourguignon de origen francés, que utilizan el caracol de tamaño grande. Estos se elaboran con mantequilla, chalota y perejil, y se aderezan con tomillo, ajo y un toque de anís. En Italia también tienen sus recetas particulares, y se guisan en salsa de tomate condimentada con salvia y tomillo, como un estofado ligero y suculento. Es interesante ver cómo cada una de las preparaciones es tan diferente y se encuentra vinculada con sus patrimonios tradicionales.
A los ingleses les debe repugnar de tal forma su consumo que cuando quieren ofender a los franceses les llaman «comedores de caracoles» en tono de desprecio. Y en el mundo judío está restringido el consumo de los animales que se arrastran. En definitiva, como sucede con otros alimentos, hay una auténtica cultura con un significado arraigado detrás del consumo de los caracoles. Que no solamente pueden ser un incordio en los huertos, también anuncian lluvia y esto es un signo visible para los agricultores observadores.
Vayamos al pasado: hace unos 20.000 años se hizo común su consumo, lo que observamos en los concheros del Paleolítico (hay uno muy interesante en el mismísimo Benidorm, en la Cova de la Barriada) y aún más corriente en el Neolítico. En realidad, su captura es sencilla, además se podía complementar con la actividad recolectora y la podían realizar incluso los niños con mucha facilidad.
Roma lo cambió todo, como en muchos otros aspectos de la historia, y conoció la instauración de un auténtico sistema de viveros de caracoles. Fue Fulvius Hirpinus, en el s. I a. C., según Plinio, quién desarrollo un sistema de crianza y engorde de caracoles. Debió ser un gran empresario, pues no fue el único sistema de viveros que estableció, y siempre lo consiguió con gran éxito.
También fue un extraordinario gastronómo, capaz de catar y diferenciar distintos tipos de caracoles. Los animalitos se limpiaban con un cuidado extraordinario, se dejaban en harina y posteriormente se procedía a su cocinado. El agrónomo romano Varrón cuenta que estos caracoles se criaban rodeados de canales por los que fluía el agua, separados según el tipo de raza del animalito. Además, procuraba vaporizar agua, para que se mantuvieran activos y sobre todo ¡comiendo para engordar!
Aunque se vendían a precio de oro para las mesas de las élites romanas, en realidad cualquiera podía cogerlos del campo y guisarlos. Eso sí, no tenían la calidad de los caracoles criados artificialmente, ni la dieta especial que preparaba su criador, ni las enjundiosas carnes de las que parece que gozaban. Pero era fácil criarlos, así que muchos particulares aprendieron a hacerlo, y en innumerables villas a lo largo del Imperio se criaron y se comieron.
Hoy, es fácil que los arqueólogos encuentren aledañas a ellas estupendos concheros que atestiguan la inclinación culinaria por estos gasterópodos. Debieron ser populares y codiciados, ya que Apicio, el gourmet romano más famoso, tenía varias fórmulas para cocinarlos, lo que significa que los caracoles tenían consideración en las mesas romanas.
Su crianza y captura continuó en los tres países señalados, donde su consumo se convirtió en tradición. En la Cartuja de Metz (Lorena, Francia), en el s. XVIII, se criaban caracoles propios de lugares más cálidos como algo exótico, y quizás fueran más apreciados que las especies locales.
Durante los S. XIX y XX, en muchas localidades andaluzas se vendían por las casas (las mujeres no iban a las tabernas pero también disfrutaban de comidas preparadas por otros). Su recolección y cocinado, y con frecuencia también la venta, era un trabajo femenino y temporal, que posiblemente complementaba los ingresos familiares.
Hoy, por lo general, no se preparan de forma doméstica, debido al enorme trabajo que suponen. Pero se inaugura la temporada de caracoles en cuanto aparecen los primeros signos de la primavera, en febrero, y se disfruta de ellos hasta entrado junio. No solamente en tabernas y bares, especialmente en puestecillos callejeros donde la gente se sienta a disfrutar de este sencillo placer. Beben el caldo, comen caracoles con delectación y disfrutan de la compañía, en esta popular, económica y sencilla actividad. Milenaria, también.