El tesoro español en África: Melilla
Mis anfitriones han sido las cuatro comunidades de creyentes de la ciudad: cristianos, judíos, musulmanes e hindúes, que conforman la Asociación Mem Guimel
Vuelvo de pasar unos días presentando mis últimos libros en Melilla, ciudad sorprendente donde las haya. La belleza del paisaje, con unos amaneceres espectaculares y esa luz del sur son el comienzo de unos días espléndidos. Y el Mediterráneo de fondo, que garantiza un clima suave y un estupendo pescado fresco.
Mis anfitriones han sido las cuatro comunidades de creyentes de la ciudad: cristianos, judíos, musulmanes e hindúes, que conforman la Asociación Mem Guimel, ocupada de mantener viva la cultura judío-sefardí. Así que he podido pasear por parte de la gastronomía de la ciudad muy bien escoltada.
La fenicia Rusadir, transformada en una ciudad moderna, tiene una gastronomía peculiar a horcajadas entre Andalucía y Marruecos, en una mesa compleja, exótica y de lo más variado, vinculándose con las distintas tradiciones y creencias. Para el banquete musulmán, disfrutamos de las clásicas pastelas y el cuscús, que forman parte de los platos más conocidos. Las almendras recién tostadas aportan al cotidiano cuscús ese toque crujiente que casi siempre se olvida en las variantes elaboradas en la península, pero ¡ojo! El detalle importa: recién tostadas. Otro de los clásicos que he tenido la oportunidad de repetir ha sido la pastela en distintas variedades. Siempre resultan exquisitas, y además de las tradicionales de pichón, pollo o cordero, son muy resultonas las de marisco, que aligeran bastante el plato, proporcionando frescura cuando el menú es muy largo.
Pero no todo son mesas formales, los paseos entre los magníficos museos y la arquitectura modernista requieren reparar fuerzas. Entre el picoteo callejero, hay unos bocados típicos de Melilla, que se conocen como «perritos calientes». Que en realidad son unos montaditos de pan blanco y un delicado relleno de filetitos de corvina o atún con perejil, ajo y limón. Para no perdérselos. Se toman en cualquier sitio en los bares locales y hay decenas de variedades, pero las de pescado son suculentas, no dejen de probarlas si se acercan a la ciudad.
Mesa familiar
La comida judía disfrutada entre amigos fue una auténtica delicia. Un caleidoscopio de mil pequeños platos variados que, en el confort de una mesa familiar, exponen lo mejor de la auténtica cocina judía actual, la de todos los días. Como sucede con la cocina hindú, los judíos son auténticos especialistas en extraer lo mejor de las verduras, cereales y hortalizas, y una simple berenjena se transforma en una fiesta cuando está bien elaborada. Para ello es imprescindible contar con alguien experto en la cocina, que conozca la sazón, las mezclas y los condimentos justos. No hay nada casual en estos platos en los que la verdura sigue pareciendo verdura, pero el resultado es delicado y la variedad imponente.
Deliciosos untables de tomates picantes, patés de berenjenas, ensalada de remolacha magníficamente condimentada y salteado de tomates con cebolla, suavemente escabechados, formaron parte de los entrantes. El plato fuerte fue un guiso de corvina increíblemente fresca, con una salsa ligera a base de pimientos, tomates y perejil, bien condimentado y con una textura deliciosa, que es la principal cualidad de los pescados frescos.
Los postres
Los postres no me sorprendieron por su calidad ¡los esperaba con auténtica gula! En la comida marroquí me ofrecieron un cuscús dulce con el grano algo pasado y grueso (clave para el resultado), sazonado con coco, canela, pasas y azúcar glas hasta dar forma a una especie de budín, cuyo resultado me conmovió. Acompañado por varios vasos de té moruno, con las hojas de menta fresca. Que es la mejor escolta de cualquier postre y que siempre consigue mitigar los rigores de los días cálidos. Sin embargo, la estrella de la repostería fueron unos «cigarritos rellenos de almendra» del almuerzo judío. Unos canutos de pasta filo, ligera y tostada, con aroma a agua de azahar y a limón. Rellenos de una pasta de almendra picada, suave y untuosa, pero con cuerpo. Fritos en aceite de oliva por supuesto y sumergidos en una dilución de miel. Así quedaban dulces sin exageración y mantenían todo su aroma. Y crujían, deshaciéndose en la boca.
Las comidikas sefardíes, dispuestas en mesas interminables, crean auténtica adicción. Es como observar la historia plasmada en el plato. Una devota oración las acompaña siempre, su alimentación tiene un sentido religioso, no se explica sin este. Y no sólo es parte del pasado histórico, esta caleidoscópica cocina se sigue disfrutando cada día. Como dicen ellos: «Estos platos son historia viva: llevamos comiéndolos por lo menos quinientos años». Cierto: por buenos, por bien elaborados y por tradicionales. Y todo en Melilla, sin salir de casa.