Familias para la Acogida
Anna Garriga: «La acogida es el arte de perder el tiempo por el otro»
Frente a la cultura del descarte, la profesora de la UAO y miembro de la junta nacional de Familias para la Acogida propone la acogida como clave de una vida auténticamente cristiana
En un contexto marcado por el individualismo y la tristeza, la socióloga Anna Garriga concibe la Iglesia –y la vida– como un hospital de campaña: «Estoy herida, tengo un brazo roto, y alguien me lo cura… pero con mi brazo sano, curo a otra persona». Profesora de la Universidad Abat Oliba CEU y miembro de la junta nacional de la asociación Familias para la Acogida, Garriga lanza un desafío en El Efecto Avestruz, la serie de entrevistas de la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP): abrir la propia vida a los demás.
–Distingue dos planteamientos vitales: cultura del descarte y cultura de la acogida, ¿cuál es la diferencia?
–Son dos términos que usa el Papa Francisco en varios escritos y que explican muy rápidamente dos conceptos. La cultura del descarte son el individualismo, el narcisismo y el materialismo, que nos llevan a una percepción de la vida bastante triste. La de la acogida, por contra, son el encuentro y la salida hacia el otro, pero también la posibilidad de una fragilidad.
–¿La cultura del descarte lleva a la soledad?
–Así nos lo dicen los datos sociológicos: está creciendo la soledad, sobre todo entre aquellos con menos recursos, con menos nivel educativo, con problemas psiquiátricos… Es decir, está creciendo el número de personas que se encuentran solas cuando tienen un problema. La configuración de las ciudades es otro factor: los barrios son cada vez más homogéneos. La gente de clase alta vive en un lugar y la de clase baja, en otro, y muchas veces no se conocen entre sí. No hay conocimiento directo del que sufre.
Los matrimonios cristianos pintan el gris del espacio público llenándolo del color de la fraternidadAmores Laetitia
–¿Ocurre también en los ambientes católicos?
–Sí, en ambientes católicos y no católicos. Nuestra sociedad tiene cada vez más dificultades para sentirse amada y para amar, y esto lo vamos instaurando a nuestros hijos con frases pequeñas. «Que cada palo aguante su vela», «Ya tengo mis problemas»... Te van diciendo que todo lo has de hacer tú, que nadie te va a ayudar y, por tanto, que no hagas nada si te encuentras con una necesidad, porque te quita tiempo de tu éxito. ¡Dicho así, es terrible! Estás diciendo que el amor no es incondicional, que depende de lo que haga el otro.
–En este contexto, propuestas como la de Familias para la Acogida resultan chocantes.
–Nosotros intentamos dar a las personas que acogemos, precisamente, una relación incondicional. Familias para la Acogida nació en Italia para acoger o adoptar a niños que estaban dentro del sistema, promoviendo mucho la relación con su familia biológica. De ahí han surgido otras iniciativas, como la hospitalidad de adultos, o la acogida a quien necesita pasar un tiempo dentro de un ambiente familiar: mujeres maltratadas, personas de la calle o incluso sacerdotes con depresión.
–¿Acoger es un extra, un añadido a la vida familiar?
–En la Amoris Laetitia, el Papa Francisco habla de que las familias no solo tienen una obligación o una responsabilidad hacia sus propios miembros, sino que tienen la tarea de hacer doméstico el mundo. «Los matrimonios cristianos pintan el gris del espacio público llenándolo del color de la fraternidad», escribe. Y esto no lo dice para añadirnos un problema, sino porque este es, dice, el secreto de una familia feliz. Y esa es nuestra experiencia: que abriendo la casa la familia está mejor.
–¿Cómo se puede pasar del individualismo, del descarte, a la acogida?
–Hay dos factores clave. Primero, reconociendo que nadie es un superhéroe: es necesario que las familias seamos conscientes de nuestra fragilidad. Según la ideología imperante, cada familia debe afrontar las circunstancias sola, cuando históricamente nunca ha sido así. Y hablo de aspectos tan concretos como educar a los niños, o recogerlos del cole… Reconocer que uno solo no puede es un bien para la familia. Y es muy difícil acoger a otra persona si crees que eres mejor que él: lo que te sostiene es la experiencia de fragilidad, de ser pecador.
–¿Y el segundo factor?
–El malestar. El corazón del hombre se da cuenta de que la forma de vida actual no le colma, nace ahí un malestar que expresa algo, una exigencia. Nos centramos en las pequeñas cosas, y ahí no puede entrar la Providencia. Frente al malestar, son necesarios los testimonios de personas que viven la vida en función de parámetros totalmente distintos; los del Evangelio. Personas que no evitan el sufrimiento. Cuando encuentras a alguien así, te empiezas a hacer preguntas: ¿el Evangelio colma las exigencias del corazón del hombre de hoy en día?
–Esa es la cuestión.
–Mira, yo pongo a mis alumnos muchas veces el ejemplo de María Magdalena. Ella no recibió una hora de voluntariado: Jesús la vio y ella se fue con él, ¿y qué hicieron tres años? Pues comieron, rieron… Y me pregunto: ¿qué clase de acogida recibió, que pasó de ser «la peor» a ser quien fue a buscar al Mesías al sepulcro, mientras todos los apóstoles se quedaban encerrados? A través de una relación cotidiana, María Magdalena se sintió mirada como un bien. Se sintió amada y amó.
–¿En qué se concreta la acogida dentro de la familia?
–Cada familia la desarrollará en función de sus circunstancias, pero los elementos esenciales de la acogida en la familia son la incondicionalidad y la flexibilidad. Muchas veces me preguntan «¿Qué haces?». Pues todo y nada. La acogida implica un cierto nivel de caos, que te llame alguien a las tres de la mañana porque ha decidido que quiere dejar las drogas, o es buscar ropa a quien lo necesita… La acogida es el arte de perder el tiempo con el otro.
–¿Cómo se relaciona esta acogida espontánea con organizaciones como Cáritas?
–Cáritas y todas las organizaciones similares hacen una gran labor, y nos ayudan muchísimo, pero la institución no puede sustituir nunca la comunidad, ni la familia. De hecho, las instituciones necesitan de esto para cumplir su función. Muchas veces dentro de la vida de la Iglesia en vez de sentirnos interpelados por el sufriente lo hemos desplazado a una profesionalidad. O nos limitamos a decir «Rezaré por esta persona»… Ya, pero ¿puedo hacer algo más? ¿Puedo mover algo de mi vida para hacer lugar al otro? Que es otra forma de rezar. Dejar espacio al otro te trae más problemas, sí, pero también una mayor alegría.