
Rodrigo Moya inmortalizó a Gabriel García Márquez con el ojo morado
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El puñetazo de Mario Vargas Llosa a Gabriel García Márquez por una mujer
Fracturó para siempre la alianza más brillante de las letras hispanoamericanas
Por un solo golpe —seco, preciso, tan literario como brutal— se desmoronó una de las amistades más simbólicas de la literatura del siglo XX. La noche del 12 de febrero de 1976, en el Palacio de Bellas Artes de Ciudad de México, Gabriel García Márquez avanzó sonriente con los brazos abiertos hacia Mario Vargas Llosa. Pero el peruano no respondió con un abrazo, sino con un puñetazo directo al rostro. «Esto es por lo que le dijiste a Patricia», habría dicho. O quizás, «esto es por lo que le hiciste a Patricia».
Nunca quedó claro. Ni entonces, ni después. El silencio envolvió el hecho como una novela sin final. Lo cierto es que aquel golpe no solo amorató el ojo del Nobel colombiano —del que quedó constancia en una famosa fotografía tomada dos días después por Rodrigo Moya—, sino que también fracturó para siempre la alianza más brillante de las letras hispanoamericanas. El golpe resquebrajó el llamado «boom latinoamericano», un grupo de escritores que durante los años sesenta y setenta sacudió la literatura universal con una fuerza inédita.
García Márquez y Vargas Llosa se conocieron en un aeropuerto, como dos personajes de sus propias ficciones. Fue en Caracas, en agosto de 1967. El peruano, de apenas 31 años, ya era celebrado por la crítica. El colombiano, con 40, acababa de conquistar al mundo con Cien años de soledad. El destino los empujó a encontrarse, y la literatura los unió. Vivieron casi como familia en Barcelona, cuando aquella ciudad era un refugio de imaginación y vino tinto, y donde compartieron vecindad, cenas, proyectos literarios, y sueños de revoluciones.
Se pensaron inseparables. Uno escribía El otoño del patriarca, el otro Pantaleón y las visitadoras. Discutían dictaduras, planeaban novelas conjuntas y compartían la guía discreta pero firme de Carmen Balcells, la agente que los cuidaba como a hijos brillantes pero díscolos. En los pasillos de Caponata y la calle Ocio, entre el rumor del Mediterráneo y el eco de Borges, se cocinó una de las épocas doradas de la narrativa en español.Con el tiempo, las diferencias empezaron a hacer mella. Las posturas políticas divergieron —la Revolución Cubana, el desencanto, los virajes ideológicos—, pero no fue la política la que encendió la mecha, sino los celos, dicen. O el orgullo. O las heridas del corazón.
Según el periodista Francisco «Paco» Igartua, el conflicto hunde sus raíces en las tensiones matrimoniales entre Mario Vargas Llosa y Patricia Llosa. Otros, como el biógrafo Gerald Martin, aportan una frase enigmática, susurrada entre dientes: «Esto es por lo que le dijiste a Patricia».

Vargas Llosa y García Márquez, en una imagen de archivo
El escritor peruano Jaime Bayly añadió leña al mito: una noche en la discoteca Bocaccio de Barcelona, en 1975, con Gabo, Patricia y la omnipresente Balcells, pudo ser el origen del desplome. «Pasaron cosas», escribió Bayly en Los genios, su novela sobre el desencuentro. Nunca sabremos qué, pero está claro que aquel momento tuvo la intensidad de una página arrancada de una novela maldita.
La reconciliación nunca llegó. Carmen Balcells, que tanto había unido, no pudo recomponer lo roto. Durante décadas, los dos escritores evitaron hablar del tema. En 2017, en un curso de verano sobre Cien años de soledad, alguien se atrevió a preguntarle a Vargas Llosa si había vuelto a ver a Gabo tras aquel 12 de febrero. Su respuesta fue seca, definitiva: «No». Y luego, el silencio otra vez: «Entramos en terrenos peligrosos. Es hora de poner fin a esta conversación».
Así fue como terminó una de las grandes amistades literarias del siglo XX: con una fotografía, un ojo morado y un enigma digno de ser contado por sus propios protagonistas, si alguna vez hubieran querido escribir el último capítulo. Pero no lo hicieron. Y quizá fue mejor así.