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Retrato de Sigmund Freud

Retrato de Sigmund FreudWikimedia Commons

La superstición freudiana

En 1920 se inauguró, en Berlín, la primera policlínica psiquiátrica, y el freudiano Ernest Jones comenzó a publicar La Revista Internacional de Psicoanálisis. Intelectuales y artistas celebraban a Sigmund Freud. Sin embargo, su principal discípulo, Carl Jung («no hay más dios que Freud y Jung es su profeta», decían), desautorizó al maestro y mantuvo una espectacular disputa antes de la Primera Guerra Mundial. Tras el conflicto, sus ideas se difundieron al multiplicarse los casos de perturbación mental provocados por el estrés de guerra. Freud ofrecía psicoanálisis en lugar de drogas y electroshock.

Havelock Ellis calificó a Freud de artista, pero negó que fuera científico. Más de un siglo después de la publicación de La interpretación de los sueños, muchos piensan que sus métodos terapéuticos son fracasos gravosos, más orientados a mimar y desplumar infelices que a curar enfermos. Muchos fundamentos del psicoanálisis carecen de base en la biología, fueron refutados por las leyes de Mendel, la teoría de la herencia basada en los cromosomas, los errores metabólicos innatos, la presencia de las hormonas y el mecanismo del impulso nervioso. Sir Peter Medawar descalificó el psicoanálisis como una corriente afín al mesmerismo y la frenología: incluye núcleos aislados de verdad, pero la teoría general es falsa.

Karl Popper señaló que Freud era hostil a la comprobación de sus teorías, al contrario que Einstein. Los críticos internos, como Jung, fueron tratados como herejes, y los externos, a modo de Havelock Ellis, como infieles. Freud se mostró como un ideólogo mesiánico en el siglo XX en su peor expresión, consideraba a sus críticos como inestables y necesitados de tratamiento: «Me inclino a tratar a los colegas que ofrecen resistencia exactamente como tratamos a los pacientes en la misma situación». La Unión Soviética usó estos encierros en sanatorios como nuevo método de represión política.

Si la obra de Freud era deficitaria en contenido científico auténtico, poseía abundantes cualidades literarias e imaginativas. Ganó el premio literario Goethe de la ciudad de Francfort. Freud era gnóstico, creía en la existencia de una estructura del conocimiento oculto que, mediante la aplicación de las técnicas que él ideó, podía ser revelada. El sueño era su punto de partida, según escribió el sueño «puede parecer extraño e insensato, pero cuando se lo examina mediante una técnica que difiere un poco del método de la asociación libre utilizado en el psicoanálisis, uno pasa de su contenido manifiesto a su contenido oculto, o a sus pensamientos latentes». Era aficionado a acuñar neologismos. Podía crear lemas impresionantes: «lo inconsciente», «sexualidad infantil», «complejo de Edipo», «complejo de inferioridad», «complejo de culpa», «ego y superego», «sublimación», «psicología profunda».

El gnosticismo siempre atrajo a los intelectuales. Freud tenía talento para la ilusión y la imaginería: el sentido de los sueños, la función del mito… Freud aderezó su mejunje con grandes dosis de sexo, un ingrediente muy popular. Sus ideas arrasaban en las conversaciones de salón de los novelistas, desde Aldous Huxley hasta Thomas Mann. La influencia creció cuando la paz tras la Gran Guerra trajo una revolución en el mundo de la cultura, en la que los conceptos de relatividad y freudismo eran ecos portentosos.

Introdujo la idea del «instinto de muerte» en el periodo de entreguerras, cuando se produjo una nueva y brusca disminución de la fe religiosa, especialmente entre los intelectuales. Freud se interesó en el análisis de la religión, a la que consideró un concepto puramente humano. En El futuro de una ilusión (1927) abordó los intentos inconscientes del hombre de aliviar el infortunio y el miedo. Escribió: «Las religiones humanas tienen que ser clasificadas en el grupo de las ilusiones masivas».

Lo notable del freudismo era su condición proteica y su ubicuidad, parecía una explicación nueva y excitante para todo. Asimismo, en el análisis freudiano, la conciencia personal, centro de la ética judeocristiana y motor de la realización individual, era desechada como un mero recurso de seguridad creado para proteger el orden de la agresividad humana.

«La tensión entre el áspero superego y el ego que le está sometido», escribió Freud, «recibe el nombre de sentimiento de culpa […] La civilización se impone al peligroso deseo individual de agresión debilitándolo, desarmándolo y creando en el propio individuo una entidad que lo vigila, como una guarnición en una ciudad conquistada». Por consiguiente, los sentimientos de culpa no eran expresión del vicio sino de la virtud. El superego o la conciencia era el precio que los individuos pagaban para preservar la civilización, y su precio, pagado en sufrimiento, aumentaría al compás del progreso: «La amenaza externa de infelicidad […] ha sido trocada por una permanente infelicidad íntima, por la tensión del sentimiento de culpa». Freud quiso demostrar que los sentimientos de culpa eran «el problema más importante del desarrollo de la civilización». Insinuaba que la sociedad era culpable colectivamente, al crear las condiciones que hacían inevitable el delito y el vicio. Pero los sentimientos personales de culpa constituían una ilusión que era necesario rechazar.

Marx, Freud, Einstein, todos formularon el mismo mensaje: el mundo no era lo que parecía. Más aún, el análisis marxista y el freudiano minaban, cada uno a su manera, el sentido muy desarrollado de responsabilidad personal y de deber hacia un código moral establecido y objetivamente verdadero, que fue el centro de la civilización europea previa a ellos. 

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