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El asalto al Malájov Kurgán, grabado de William Simpson (1855)

El asalto al Malájov Kurgán, grabado de William Simpson (1855)

Historia

«¡Hay que frenar a Rusia!»: la Guerra de Crimea

El zar Pedro I y luego Catalina la Grande convirtieron a Rusia en una de las grandes potencias mundiales a través de una serie de bien libradas guerras

Pocos Imperios han causado tanto miedo a vecinos y rivales como Rusia. El gigante del Este ha sido siempre visto con desconfianza y temor por sus aparentemente insaciables miras expansionistas y varias veces a lo largo de los siglos se ha hecho sonar la alarma al grito de «¡hay que frenar a Rusia!».

Alegoría de la expansión rusa, de Auguste Raffet, hecha durante el levantamiento polaco de 1830

Alegoría de la expansión rusa, de Auguste Raffet, hecha durante el levantamiento polaco de 1830

Rusia, por supuesto, no siempre estuvo ahí. Le costó varios siglos unificar los pequeños principados y repúblicas que componían su territorio nuclear y un par más sobreponerse a las guerras intestinas y crear un Estado sólido. Pero cuando entró por fin en la escena internacional a principios del siglo XVIII, lo hizo como un ciclón. El zar Pedro I y luego Catalina la Grande convirtieron a Rusia en una de las grandes potencias mundiales a través de una serie de bien libradas guerras.

Pero la psicosis antirrusa caló verdaderamente en el siglo XIX, cuando los feroces regimientos de cosacos y las innumerables filas de soldados del zar Alejandro I rechazaron la invasión de Napoleón, contratacaron y en 1814 entraron imparables en París tras haber cruzado media Europa. En el Congreso de Viena que siguió a la derrota definitiva de Bonaparte, Rusia fue una de las grandes triunfadoras, ampliando su territorio con la incorporación de Finlandia y Polonia. La aparición de un competidor semejante asustó sobre todo al Imperio Austriaco y a Gran Bretaña, ambos también en la cima de su poder, que decidieron trabajar juntos para evitar que Rusia creciese más.

Había un problema: Rusia compartía toda su frontera sur con el decadente Imperio Otomano. Lejos estaban los tiempos en los que los turcos habían sido el mayor terror de Europa, la Turquía del siglo XIX era un imperio muy debilitado que ya había perdido varias guerras contra Rusia. Una de las principales disputas se debía a la presencia de miles de cristianos que vivía sometidos al poder del Sultán turco y en cuyo nombre Rusia decía actuar como protector. En 1821 los griegos se rebelaron contra el dominio otomano y, tras mucha presión, Rusia consiguió que Gran Bretaña, Francia y Austria apoyasen a los rebeldes consiguiendo así, la independencia de Grecia. La posibilidad de que, siguiendo el ejemplo griego, el resto del Imperio Otomano se fracturase en varios pequeños Estados dejando libre el flanco sur de Rusia era inasumible para Gran Bretaña, que decidió no volver a cometer el mismo error.

El periódico inglés 'The Mornig Post' pedía tomar medidas para «evitar que Rusia vuelva a violar la justicia y la ley internacional»

En 1853 una nueva disputa sobre los derechos de los cristianos en la Palestina otomana provocó de nuevo la guerra entre Rusia y Turquía. Todo el mundo sabía que las tropas rusas se impondrían con facilidad y podrían incluso reconquistar Constantinopla. Por eso, el gobierno inglés avisó rápidamente a sus aliados austriacos y franceses para intervenir en apoyo de los otomanos. El casus belli fue la ocupación rusa de los principados danubianos, territorios cristianos de la actual Rumania bajo dominio turco. Uno de los principales periódicos ingleses, el Morning Post, pedía abiertamente tomar medidas para «evitar que Rusia vuelva a violar la justicia y la ley internacional». En 1854 Gran Bretaña y Francia enviaron una expedición conjunta para atacar la principal base rusa en el Mar Negro, el puerto de Sebastopol, en la península de Crimea, lo que dio nombre a la guerra.

Soldados otomanos en la época de la guerra de Crimea

Soldados otomanos, en la época de la guerra de Crimea

El ejército ruso, que tan fácilmente se había impuesto a los turcos, tuvo la desagradable sorpresa de verse muy superado técnicamente por los modernos ejércitos de dos potencias industriales como Francia y Gran Bretaña. Los generales rusos apenas habían introducido reformas desde las Guerras Napoleónicas y se dieron cuenta de que sus tropas no tenían los medios para hacer frente a un enemigo moderno y avanzado. Sin embargo, suplieron la inferioridad técnica con el tesón y la capacidad de sacrificio que siempre ha caracterizado a los ejércitos rusos.

La Guerra de Crimea se convirtió en la primera guerra retransmitida por la prensa al gran público

La resistencia rusa hizo que el asedio de Sebastopol se prolongase durante meses, algo para lo que los aliados no estaban bien preparados. Habiendo iniciado la invasión en septiembre, se vieron sorprendidos por un invierno mucho más duro de lo que pensaban y la mala logística hizo que los soldados, sobre todo británicos, tuviesen que pasar infinitas penurias. Lo que iba a ser una rápida expedición de castigo se convirtió en una guerra de trincheras.

En un intento de dar glamour al conflicto, la prensa británica desplegó la propaganda. Así, la Guerra de Crimea se convirtió en la primera guerra retransmitida por la prensa al gran público. Ya había habido corresponsales de guerra antes, en España, en la Guerra Carlista, pero fue en Crimea donde la prensa llevó al imaginario popular los primeros grandes mitos bélicos del Imperio Británico. El más famoso de todos, que durante décadas espoleó la imaginación de los niños ingleses a través de los versos de Tennyson, fue la malograda pero mitificada Carga de la Brigada Ligera.

Finalmente, en 1856 la resistencia rusa se quebró y con la toma del fuerte de Malakoff por parte de los franceses Sebastopol tuvo que rendirse. Las consecuencias fueron una victoria clara para los aliados, porque se frenó el avance ruso y se salvó al Imperio Otomano, que todavía aguantaría hasta la Primera Guerra Mundial. Rusia se retiró de la escena internacional durante unas décadas, recuperándose de la derrota y emprendiendo un plan interno de reformas. Pero el miedo a Rusia no desapareció nunca, a la vez que dentro del gigante eslavo se fraguaba una desconfianza y resentimiento hacia los occidentales que ni guerras ni revoluciones conseguirían atenuar.

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